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 J. M. COETZEE,
PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2003


Isabel Díaz Rubiano

 

El polifacético escritor sudafricano nació en Ciudad del Cabo hace 64 años, y ya antes de recibir el codiciado premio Nobel, había sido galardonado en dos ocasiones con el Premio Booker –el más prestigioso en lengua inglesa- por sus novelas, Vida y época de Michael K. y Desgracia. Además de novelista, es ensayista, traductor, crítico literario y profesor de Literatura. En su juventud se graduó en Matemáticas y trabajó como programador informático1.

 

En unos tiempos en los que se persigue la fama a toda costa, llama la atención el hermetismo que este autor ha mantenido en torno a su vida y a su obra. Se pueden contar las entrevistas que ha concedido a los medios de comunicación, aunque a partir del Nobel se haya visto obligado a atender la demanda informativa acerca de su trayectoria literaria. De entre todas, destaco una que se publicó en The guardian en el año 2000. Refiriéndose a las posibles conexiones entre su vida y su obra declara: "No soy un heraldo social o algo por el estilo, soy alguien íntimamente ligado al concepto de libertad (como lo está cualquier prisionero encadenado) y construyo representaciones de gente abandonando sus cadenas y girando su rostro hacia la luz".

Hemos elegido estas palabras porque, con frecuencia, el lector suele identificar las opiniones del narrador o de algunos de los personajes con la actitud ética del escritor, de tal manera que no entiende que no se produzca una correspondencia biunívoca entre lo que éste escribe y sus actos. Detrás de un protagonista que es capaz de enfrentarse a la policía y al ejército británicos (Esperando a los bárbaros)2, de plantarle cara a sus propios demonios aunque esto suponga su autoaniquilación (El maestro de Petersburgo)3, de abandonar la cómoda vida de un profesor universitario (Desgracia)4 o de afrontar la enfermedad y la violencia sin sentido (La edad de hierro)5, piensa el lector, inevitablemente debe esconderse un escritor con ideas y acciones similares.

Puede ser que Coetzee, en efecto, participe de muchos de los pensamientos que se esparcen por sus obras, pero nunca debemos olvidar que su oficio es construir mundos y héroes imaginarios. En ese sentido su afirmación es muy clara: él no asume la responsabilidad de convertirse en uno de sus personajes de ficción, en heraldo social de ninguna causa, aunque sea consciente de que los mensajes de sus novelas mueven a la acción porque sus referentes son tan duros y a veces tan desagradables como ellos.

A pesar de que en sus obras se mencionan explícita o implícitamente a autores grecolatinos, europeos, norteamericanos, tales como Tucídides, Homero, Sófocles, Virgilio, Platón, Tolstoi, Dostoyevski, William Wordswoth, Lord Byron, Blake, etc... , no podríamos calificarlo de erudito, pues enseguida apreciamos que su intención no es mostrarnos su profunda cultura, sino, en todo caso, su admiración por las ideas y la forma de expresarlas de los clásicos. Sus conocimientos humanísticos le sirven, eso sí, para profundizar en el análisis del espíritu y de la mente humanos, para conocer mejor hasta qué punto un hombre puede degradarse o redimirse. No olvida, por supuesto, posar su mirada en la sociedad sudafricana del apartheid, pero sus observaciones pierden el tinte local y se transforman en una acusación universal hacia cualquier forma de violencia, de intolerancia, de hipocresía. Nos habla de manera obsesiva de la violencia injustificada y sin sentido que llega a insensibilizar y que se aprende desde la infancia en países como el suyo: "He visto una mujer en llamas, ardiendo, y cuando ha gritado pidiendo ayuda, los niños se han reído y le han tirado más gasolina".6 O en el mismo libro: "-No he cambiado de opinión –he dicho yo-. Sigo detestando esas llamadas al sacrificio que terminan con jóvenes sangrando en el barro. La guerra nunca es lo que finge ser. Rasca la superficie y encontrarás, invariablemente, viejos enviando a jóvenes a morir en el nombre de alguna abstracción".7

A medida que avanzamos en la lectura de sus novelas, crece nuestra impresión de que el autor le presta voz a unas ideas, de que sus personajes están fundidos en palabras y no disfrutan de la corporeidad a la que algunos clásicos nos tienen acostumbrados; como si cualquier situación a lo largo de la trama argumental fuera aprovechada por éste para exponer los puntos de vista de los protagonistas, un tanto abstractos, que te desvían la atención de lo puramente narrativo. Pero esa primera sensación se desvanece cuando nos percatamos de que una de sus claves es colocar a los personajes en encrucijadas morales en las que se revelan el valor de la libertad y de la honestidad. Sirvan de ejemplo las novelas que a continuación comentamos:

David Lurie, el protagonista de Desgracia, es arrastrado por la pasión irrefrenable que siente por una de sus alumnas. Después de mantener relaciones sexuales con ella, ésta lo denuncia, y ahí comienzan sus desgracias. El grupo de profesores que intenta ayudarlo, lo convencen para que reconozca que se equivocó, pero él se empeña en declararse culpable de todos los cargos que se le imputan. Cuando una de las profesoras le dice que no sólo basta con eso, sino que también debe mostrar la debida contrición, David Lurie le contesta que eso es una ridiculez y vuelve a repetirle que se declara culpable de todo.

Ese conflicto se resuelve con una respuesta moral de su parte, pues él prefiere perder su excelente puesto de trabajo a participar en esa farsa, sobre todo cuando comprueba que sus compañeros están repletos de prejuicios, que sólo velan por sus intereses y que asocian el deshonor con el escándalo sexual, como en todas las sociedades puritanas. Por otra parte, a él no le importa admitir que no ha obrado correctamente.

Como es de esperar, su estado de desgracia no concluye ahí. A partir de ese momento debe irse a vivir con su hija a un lugar inhóspito, peligroso, debe aprender a convivir con la culpa por haberle sido imposible salvarla de una violación brutal de la que queda embarazada, debe reprimir su carácter cuando acecha el peligro porque está solo con ella en un mundo de negros marcado por el odio hacia los blancos, debe olvidarse de su carrera académica, del placer sexual de la carne joven... poco a poco debe ir desprendiéndose de todo, adaptándose a lo más difícil todavía, comprendiendo que está solo para siempre, sin esperanza, sin consuelos. La única compañía que le queda es la de un perro con el que se ha encariñado porque le gusta la música que él interpreta. Este animal vive en una perrera junto con otros perros que serán sacrificados por carecer de dueños.

Su final abierto es de una crudeza impactante:

"Llevándolo en brazos como si fuera un cordero, vuelve a entrar en el quirófano.

-Pensé que preferirías dejarlo para la próxima semana –dice Bev Shaw-. ¿Vas a renunciar a él?

-Sí, voy a renunciar a él."8

El dilema moral que se le plantea a la anciana protagonista de La edad de hierro es éste: o bien se deja llevar por la lasitud y la autocompasión debido al cáncer que padece y arrastra también a su única hija, o acepta la enfermedad como un escollo más en su camino hacia la muerte y la sufre sola. Dice casi al comienzo de la obra: "Mi principal tarea a partir de hoy: resistir el ansia de compartir mi muerte. Quererte a ti, amar la vida, perdonar a los vivos y marcharme sin amargura. Aceptar la muerte como algo mío y solamente mío".9

Pero a esta mujer también se le presentan otros problemas que le harán replantearse el sentido de la vida y de su propia salvación. Es testigo de cómo unos policías blancos provocan un accidente casi mortal a unos jóvenes negros, conocidos de ella, cuando paseaban en bicicleta. Asiste atónita a las devastadoras consecuencias de las redadas de los policías blancos en los peligrosos y pobres barrios negros que Coetzee describe con realismo: "Al otro lado de la laguna empezaban las chabolas, el grupo más bajo de las cuales estaba rodeado de agua e inundado. Algunas robustamente construidas en madera y hierro, el resto simples capas de plástico colocadas por encima de armazones de ramas, se extendían hacia el norte sobre las dunas hasta donde mi vista alcanzaba".10

En uno de esos enfrentamientos muere Bheki, el hijo de su asistenta, y eso la marcará tanto, que llegará a afirmar que su vida ha perdido todo el valor. No comprende cómo un joven que todavía llevaba puesta la ropa del colegio ha podido ser presa de la violencia policial. Su vida pierde el sentido porque cree que el precio que hay que pagar para que los blancos, los usurpadores, estén tranquilos, es demasiado elevado.

"Disparamos a esa gente como si ellos fueran los desperdicios, pero al final son nuestras vidas las que acaban perdiendo todo valor".11

Quienes hayan leído algunas de las obras de Fedor Dostoyevski, comprenderán hasta qué punto Coetzee ha profundizado en el espíritu y la mente del inmortal escritor ruso en su novela El maestro de Petersburgo.

El protagonista regresa a San Petersburgo para indagar las circunstancias de la muerte de su hijo Pavel. Con la información ofrecida por la policía, por la dueña de la pensión donde el hijo vivió y por los amigos revolucionarios del difunto, se le va desdibujando el recuerdo que de él había retenido en la memoria. No reconoce a tantos Pavel; pero la prueba más decisiva de lo equivocado que estaba, son las palabras que su hijastro escribió sobre él en un diario: había más desprecio que agradecimiento.

El hijo muerto asume al principio el papel de ángel redentor, pero poco a poco lo que logra es remover todos los demonios interiores del padre, esos demonios que le avisan de la llegada de los ataques epilépticos y que no se calman ni con la atracción que siente por Ana, la dueña de la pensión. Esas continuas bajadas al infierno sólo se frenan momentáneamente cuando comienza a escribir aprovechando el material del manuscrito de Pavel y de las últimas experiencias vividas. Pero la literatura no lo reconforta durante mucho tiempo puesto que, como piensa el protagonista, en los esfuerzos por mostrar su talento o sus demonios, es capaz de retar a Dios, de traicionar a los que lo quieren y de perder su alma.

"Le da la impresión de que es un precio enorme el que ha de pagar. "Le pagan muchísimo dinero por escribir libros", dijo la niña, repitiendo lo que había oído al niño muerto. Lo que ninguno de los dos alcanzó a decir fue que a cambio había de entregar su alma".12

En la sinopsis de contraportada de Esperando a los bárbaros se dice que esta novela es una parábola contra la violencia, la ignorancia del poder y el racismo; y, en efecto, todo en ella parece simbólico, desde el protagonista que es un maduro magistrado destinado en un puesto fronterizo, hasta el lugar escogido (parece que no está en ninguna parte porque se podría ubicar en cualquier sitio) y la trama.

El magistrado, después de ver tanta violencia, tantos despropósitos por parte de la policía y de los militares del Imperio, decide casi involuntariamente, por puro instinto humanitario, cambiar el rumbo de sus propias actuaciones. Se transforma en un ser moral mortificado por las dudas.

Acoge en su casa a una joven negra que ha sido brutalmente apaleada y apenas puede ver ni andar. No sabe por qué la lava, la cuida y la masajea cada noche con aceite. Su conciencia le dice que todo lo hace por remordimiento, por creerse que él tiene que purgar los excesos de los verdugos, pero ya es incapaz de retroceder. Se establece una extraña relación entre ambos de la que ninguno sale beneficiado: él no se siente atraído sexualmente por ella; la joven espera una muestra de cariño sincera. Para el magistrado, ella es el recordatorio de lo que se le ha hecho a ese pueblo de nómadas que se quedaba en la frontera sin molestar a nadie. En cierto modo, él necesita sufrir con su presencia.

Llega un momento en que decide devolverla a su pueblo, aunque sabe que es una empresa bastante arriesgada. Debido a esto y a sus constantes discrepancias con los mandos militares del puesto, es encarcelado. Como cualquier preso en esas circunstancias, pasa privaciones y sufre vejaciones, pero como son consecuencias derivadas de su elección, las acepta resignadamente. El conflicto moral que se le plantea al principio de la novela es: o cojo el "farol" que ilumina la celda donde se hacinan como cerdos los nómadas torturados, o dirijo la mirada hacia mis papeles y sigo con la rutina burocrática de mi trabajo. Una vez que se convierte en un ser moral y abandona la inercia burguesa, un acto es consecuencia de otro, y él los espera todos. Por eso piensa: "Más fácil es ser apaleado y convertido en mártir. Más fácil es poner la cabeza en el tajo que defender la causa de la justicia para los bárbaros: porque ¿adónde puede llevarnos esta causa sino a deponer nuestras armas y abrir las puertas del pueblo a aquéllos cuya tierra hemos invadido?"13

Cuando el pueblo se queda vacío, sólo unas cuantas familias y él permanecen allí esperando a los bárbaros. El magistrado está convencido de que si éstos prueban las mieles de su cultura, "nuestras costumbres les conquistarán".14

En cuanto a su estilo, se viene diciendo que es seco, sin adornos ni complicaciones. Eso es cierto, pero hay que matizarlo. Como muchos escritores, el Nobel sudafricano busca la precisión, la contención, la depuración; huye del retoricismo que no le ayude a expresar lo que piensa, pero tampoco prescinde por norma de todos los adornos, pues en algunas páginas se aprecia su placer por la estética verbal.

Suele utilizar oraciones engarzadas en cortos períodos sintácticos para conferirle a su prosa mayor agilidad y rapidez. Como ejemplo, estas líneas: "Ella vacila, él entiende por qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos cayó muy bien. Pero el obstáculo es ese "cayó": es el canto rodado que bloquea el paso".15

La narración se interrumpe con las continuas reflexiones sobre los más variados temas y se salpica de fragmentos líricos de indiscutible belleza descriptiva: "Le sorprende por lo delicada que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como si entre la piel y las enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda lleva calzadas, se interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la altura de los hombros, las prendas que viste se le deslizaran al suelo sin que mediase ningún gesto de persuasión".16

Los diálogos son de gran fuerza dialéctica y, salvo en El maestro de Petersburgo, no suelen ser extensos.

También se ha dicho de su obra que se parece a la del genial Franz Kafka. Como gran conocedor de la historia de la Literatura, Coetzee ha estudiado al autor checo y es innegable que éste constituye una de sus fuentes de inspiración, como también lo es de un sinfín de maestros de la narrativa moderna. El absurdo existencial, la alegoría del hombre alienado por un sistema de poder opresivo, la falta de fe en el ser humano y su insignificancia frente al mundo, la soledad, el desconsuelo... son algunos de los temas tratados por el autor de La metamorfosis y por muchos novelistas posteriores.

Pero, además, hay otro Kafka: el de los diarios y el de la carta al padre. En esos textos el praguense se autoanaliza hasta el agotamiento e introduce una forma de descripción tan expresiva y completa que, como señala Nora Catelli, para él no hay diferencias entre describir y vivir:

"De ahí que Kafka sea, en sus diarios, un artista supremo de la descripción. En los Diarios, describir es vivir. Todos los estilos son posibles: el naturalismo impávido, casi entomológico, el expresionismo y la evocación barroca, la fijeza cubista en la que desguaza su propio cuerpo"17

Esos dos Kafka están presentes en nuestro autor, sobre todo el segundo, el que disfruta analizando y describiendo lo que ve.

Ya dijimos anteriormente que los temas que aborda este escritor son densos y variados. Al plantear conflictos morales en los que se pone a prueba la capacidad de elección y decisión del ser humano, las posibilidades temáticas aumentan. Coetzee, por otra parte, no gusta de radicalismos que simplifiquen la complejidad de los problemas; de esta forma, aun reconociendo la injusticia a la que ha sido sometido el pueblo negro sudafricano, tampoco justifica la violencia descontrolada, el odio irreprimible, puesto que esto sólo conduce a una mayor incomunicación y embrutecimiento.

Por las páginas de estas cuatro novelas a las que nos hemos aproximado, el novelista nos ha obligado a meditar sobre temas como: el deseo de redención del hombre que no encuentra salida a una existencia anodina y egoísta, el compromiso moral en momentos en los que resulta vergonzoso mantenerse impasible, la aceptación a regañadientes de la soledad como una de las consecuencias de la actual civilización occidental (la protagonista de La edad de hierro dice: "Es duro estar solo todo el tiempo"18; y en Esperando a los bárbaros, uno de los pensamientos del magistrado mientras está en la cárcel es: "¡En verdad el hombre no fue hecho para vivir solo! Mi día gira de forma absurda en torno a las horas de las comidas. Engullo la comida como un perro. Esta vida de animal me está convirtiendo en una bestia"19). El análisis de las causas de aparición de la enfermedad de la anciana de La edad de hierro que opina: "El destino envía a cada uno la enfermedad que se merece. La mía es una enfermedad que me devora desde dentro"20. Y hablando del cáncer dice: "-Lo cogí por beber de la copa de la amargura (...) Probablemente usted también lo cogerá algún día. Es difícil escapar"21). La vejez, uno de los temas más recurrentes de su obra: sus personajes se duelen de la decrepitud física y del desgaste espiritual, se avergüenzan de que en sus contactos físicos con mujeres más jóvenes que ellos, éstas descubran hasta qué punto son viejos y están cansados. Coetzee no suaviza las descripciones: "(...) de que su piel está seca y se le descama, de que las placas dentales que lleva puestas entrechocan y hacen un ruido desagradable cuando habla. Además, sus hemorroides le causan interminables molestias. La férrea complexión que le sirvió para aguantar en Siberia empieza a resquebrajarse"22. La aceptación de la muerte, el alejamiento de los hijos adultos a los que hay que concederles libertad aunque la soledad resulte insoportable: "¿Quién hubiera dicho cuando nació su hija que con el tiempo se acercaría a ella a rastras pidiéndole que lo acogiera"23. La sexualidad como forma de liberación de la presión del tiempo y de la amenaza de la muerte, la libertad, la implantación de las normas por la imposibilidad de atender a las individualidades, a las excepciones: "Pero a veces no hay tiempo para escuchar con tanta atención, para tantas excepciones, para tanta compasión. No hay tiempo, así que nos dejamos guiar por la norma"24. La hipocresía del comportamiento civilizado, cómodo, poco comprometido: "Toda mi vida he sido un defensor del comportamiento civilizado; sin embargo, en esta ocasión, no puedo negarlo, el recuerdo me deja asqueado"25. El honor y el deshonor, la educación equivocada a los menores: "Estás enseñando a Bheki y a sus amigos que pueden levantar la mano contra sus mayores con impunidad. Eso es un error (...) Cuanto más cedas con ellos, Florence, más atroz será el comportamiento de los chicos (...). Ten cuidado: puede que empiecen por no preocuparse de sus propias vidas y terminen por no importarles las de los demás"26.

Habla de la justicia y de la tolerancia, de la violencia y del odio, y lo cierto es que deja poco espacio a la esperanza, pues es difícil que en un mundo tan desequilibrado en el reparto de las riquezas, pueda haber esperanzas de paz: "Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco (...) Hay demasiada gente y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga la ocasión de ser feliz al menos un día (...) No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes"27

Esperemos que, a pesar de su visión desengañada y pesimista de la vida, los lectores se aproximen a su obra y se cuestionen su propia moral.


BIBLIOGRAFÍA:

- COETZEE, J.M., Esperando a los bárbaros, Barcelona, Mondadori, 2003.
- COETZEE, J.M., El maestro de Petersburgo, Barcelona, Mondadori, 2003.
- COETZEE, J.M., Desgracia, Barcelona, Círculo de Lectores, 2001.
- COETZEE, J.M., La edad de hierro, Barcelona, Mondadori, 2003.
- KAFKA, Franz, Obras completas II. Diarios. Carta al padre, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2000.
- www.eltiempo.com-librosvirtuales->John Maxwell Coetzee, el Kafka africano.
- www.el-mundo.es/elmundolibro/2003/10/02/portada/
- www.babab.com/no22/coetzee.php
- www.javiermarias.es/COETZEE/coetzeenobel.html
- www.ctv.es/USERS/borobar/coetzee.htm


J.M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura 2003.

Notas:

(1) La información biográfica la he recavado de páginas Web dedicadas al autor (vid. Bibliografía).

(2) COETZEE, J.M., Esperando a los bárbaros. Barcelona, Mondadori (De bolsillo), 2003 (2ª edición).

(3) " " , El maestro de Petersburgo. Barcelona, Mondadori (De bolsillo), 2003, (1ª edición).

(4) " " , Desgracia. Barcelona, Círculo de Lectores, 2001.

(5) " " , La edad de hierro. Barcelona, Mondadori, 2003 (4ª edición).

(6) La edad de hierro, pág. 58.

(7) Ibidem, pág. 185.

(8) Desgracia, pág. 271.

(9) La edad de hierro, pág. 12.

(10) Ibidem, pág. 108.

(11) Ibidem, pág. 120.

(12) Ibidem, pág. 271.

(13) Esperando a los bárbaros, pág. 159.

(14) Ibidem, pág. 222.

(15) El maestro de Petersburgo, pág. 20.

(16) Ibidem, pág. 21.

(17) Obras completas II (Franz Kafka. Diarios. Carta al padre), prólogo, pág. 25.

(18) La edad de hierro, pág. 83.

(19) Esperando a los bárbaros, pág. 120.

(20) La edad de hierro, pág. 129.

(21) Ibidem, pág. 176.

(22) El maestro de Petersburgo, págs. 78-79.

(24) La edad de hierro, pág. 94.

(25) Esperando a los bárbaros, pág. 41.

(26) La edad de hierro, págs. 57-58.

(27) Ibidem, pág. 124.

 


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