La muerte de diego de la hoya
2.ª PARTE


Ana Fernández García

 

En aquellas fechas la idea de matar a Diego se había convertido en una obsesión. Agregada Isabel Ortiz a la conjura, recordó que siendo niña, un niño al que dieron rejalgar amaneció muerto. El rejalgar era un veneno de uso común, mezcla de arsénico y azufre, que se utilizaba para matar ratones. La mujer de Núñez, que tenía tienda en Medina, lo traía, pero debía esperar a la llegada de su marido para reponer existencias. Así que Blas esperó a que Miguel Marín hiciese los suficientes pares de zapatos para ir con él al mercado de Chiclana, ya que zapatero y aprendiz tenían por costumbre ausentarse dos o tres días hasta que colocaban la partida. Libre de moverse a condición de no abandonar su trabajo, Blas se acercó a la botica para comprar cuatro adarmes de rejalgar, dosis sobrada para pasaportar a cristiano fornido.

El miércoles víspera del Corpus, Diego regresó de un viaje de negocios al atardecer, quejándose de molestias que afectaron a su apetito, pues pidió de cena media docena de cochinos "mamones". María los puso a la hora de Ánimas, subiendo al sobrado para dirigir la preparación del rejalgar, que majaban Blas e Isabel, antes de cernirlo en un cedazo prestado por la inquilina, que a punto estuvo de abandonar temiendo intervención de la justicia.

María la tranquilizó, dándole la salida: sin parientes Diego, si el crimen era descubierto, le bastaba para librarse confesar que lo hizo en venganza. Teniendo hija bien parecida en la casa, podría acusarle de haber intentado desvirgarla, razón sobrada para matar con justicia. Al ser María la parte ofendida, como heredera y esposa, bastaría para que perdonase y el juez restituiría la libertad sin culpa.

Retrasada la cena por culpa de la alquimia, Diego cenó a las 10. Engullidos los mamones, Diego se acostó con su esposa, sin sospechar que Blas Galindo, con el ojo pegado a la tablazón del sobrado, observaba su reacción. Presa del ataque de celos habitual, se arrancaba los pelos del bigote y la barba, jurando que aquella noche no habría de gozar de María. Se equivocó, pues lo hizo, y desahogado se durmió, abandonando María cama y habitación para echarse en brazos de Blas.

Pero al rato los gritos de Diego le hicieron volver, aquejado de dolores desconocidos y angustiado al encontrarse encerrado en la habitación. Los síntomas del veneno se presentaron por su orden: ardor de estómago, fuertes dolores, vómitos, diarrea, sudores fríos, alteraciones del pulso, extremidades frías. Pedía agua que María escatimaba, temiendo que ayudase a expulsar el veneno, achacando los males al retraso de la cena.

Enterada que vómitos y excrementos denunciaban a la asesina, María los tiró a la secreta, quejándose Diego de que "la ventosidad le ahogaba", pedía a gritos que le abriesen el estómago, para sacarle lo que le estaba abrasando, pero no murió. Más o menos repuesto al amanecer, mando traer de la farmacia el brebaje que solía tomar para aliviar sus molestias, compuesto de miel rosada de azúcar, tajería de corteza de cidra, agua de hinojos, una uncida de dialtea, ungüento de agripa y aceite de alhucemas.

Mejorado en la tarde del viernes, pidió migas en vinagre, quizá sospechaba lo que le estaba pasando, pues era sabido que el vinagre retrasa la acción de venenos simples, neutralizándola en ocasiones. Almorzó gazpacho y dos huevos, quedando fuera de peligro.

Indignada María acusó a Blas de haber comprado rejalgar de mala calidad, por pedirlo barato, y a Isabel de haberlo majado y cernido sin cuidado. Por suerte, el zapatero debía volver a Chiclana, regresando el domingo. Sin experiencia en venenos María le mandó pedir rejalgar blanco. Obedeció Blas, quejándose al boticario porque sus ratones gozaban de excelente salud. Respondió el facultativo que sólo lo había amarillo, y le despachó cuatro adarmes de la mejor calidad.

En la tarde del domingo, José Manuel, mancebo del panadero, que vendía pan puerta a puerta, se acercó a casa de Diego. Impaciente Isabel, que no soportaba dejar las cosas a medias y desconfiando de Blas, le pidió que fuese por dos cuartos de rejalgar a casa de la mujer de Juan Núñez. Se negó el chico, cediendo ante la promesa de comprarle la mitad del pan que llevaba si le hacía el recado.

De regreso los zapateros, Blas apareció entre dos luces. Majado el rejalgar, cernido en cedazo de media tela, Diego recibió la primera dosis antes de dormir, en el bebedizo traído de la botica de Solera. Blas siguió la escena desde el observatorio del sobrado. Repitió Diego que si le abrían el estómago sacando lo que tenía dentro se curaría con seguridad. Y llegó vivo la mañana. Habiendo corrido voces de la enfermedad, se presentó Francisco Morales, médico titular de Medina. Diagnosticó "calentura lípida", con vómitos de humor colérico, que producían fuertes dolores efecto de la inflamación del estómago. Que se sumase pulso alterado, calor interior, cuerpo y extremidades frías, aconsejaban pensar en veneno, pero al médico no se le pasó por la cabeza. Creyendo que María había tirado los vómitos y excrementos por ignorancia, le mandó guardarlos para examinarlos en la visita de la tarde. Cauta María, suspendió la administración de rejalgar, dando a la admirable naturaleza de Diego la oportunidad de reponerse.

Antonio María Solera, el farmacéutico, le trajo personalmente la pócima magistral recetada por el médico y compuesta de corteza de cidra, azúcar rosado, polvos de aromatisco rosado, agua de toronjil e hinojos. Sentado en la cama charló con el enfermo, al que vio muy entero. Al regreso del médico, María pudo disculpar la falta de vómitos y excrementos porque cesaron a medio día. Morales encontró mejor al enfermo, pero persistía el pulso alterado y la calentura. No podía sospechar que en la siguiente toma de medicina recibiría la dosis de rejalgar definitiva. Murió entre las nueve y las diez de la noche del lunes. Le amortajaron entre su mujer, Isabel Ortiz y su hija Ana, preparando la casa para el pésame del pueblo madrugador, activo desde las seis de la mañana. Aquel lunes Blas no portó por casa de María, estuvo en la zapatería sin que el maestro notase nada raro en su actitud.

Mariana Guerrero se presentó de las primeras. La viuda deshecha en lágrimas le espetó en el colmo del cinismo: "Mariana, acuérdate del sueño". Y la Guerrero replicó: "Mira si me acuerdo y me he acordado esta noche". Entre los que no durmieron desde que se supo la muerte de Diego estaba el corregidor Juan de Vicuña y Figueroa. Su olfato le indicaba que la muerte no fue natural. Convencido de que la impunidad del criminal no tarda en pudrir la convivencia, abrió investigación llevándola a cabo personalmente.

Sin confesar la razón de su visita, se presentó en casa del doctor Morales, para informarse de los efectos de la calentura lípida. Respondió el facultativo que no solía matar tan rápidamente, añadiendo que no había observado nada extraño en el enfermo. Confesó el corregidor sus sospechas, que el médico declaró vanas, pero accedió a personarse en la casa del difunto para reconocer el cadáver.

Mandó abrir la mortaja y la viuda protestó, pero calmó los ánimos. No debió notar Morales nada especial, pues autorizó la inhumación del difunto. El entierro se celebró a las 7 de la mañana, sin respetar las 24 horas que exigía la costumbre, ni a los albaceas encargados de solicitar un entierro a gusto del difunto.

La visita del médico inquietó a María que, perdidos los nervios al regreso del cementerio, cometió la imprudencia de mandar a Isabel a la zapatería. Confiando en que al ir cobijada no podrían reconocerla, diría a Blas que "por amor de Dios se quitase del medio, pues algo se estaba oliendo la justicia". Le autorizó a vender uno de los tres dobletes que le dio María, pero tendría que dejar los zarcillos que estaban en el arca.

El maestro zapatero recordó en su declaración, que el martes Blas llegó a la hora acostumbrada. Estaba haciendo unos hilos a eso de las 8 cuando apareció una mujer a la que no reconoció por ir embozada. Llamó al aprendiz que salió a la puerta. Lo que le dijo debió inquietarle, pues tomando la capa se marchó llevando los hilos en la mano y sin despedirse.

La huida de Galindo permitió mandar los alguaciles a casa del muerto para arrestar a la viuda y a su inquilina. Se dejó atrapar Isabel pero no María. Por una puerta falsa del dormitorio, pasó a la accesoria. Mandando al mancebo a que ordenara colchones, cambió el luto por ropas de color. Amparada por la cobija y pidiendo de puerta en puerta para disimular, llegó a la botica.

Al ser mediodía, Antonio María Solera estaba en la mesa con Benítez, que vivía en su casa. Irrumpió la Gomar, sorprendiendo a los presentes la basquiña de color. Habló muy desatinada y el boticario le pidió que se calmase, preguntando la razón de su visita. "Me han acusado de que maté a su compadre", replicó. El boticario, que tenía sus sospechas, se inhibió: "Comadre, si lo ha hecho usted, lo pagará. Y si no, Dios la librará".

Pidió la viuda que una de las criadas de Solera la acompañase a casa de su hermano José de Gomar, prestándole el boticario a Catalina, pidiéndole que se cobijase para salir y arrastrándola escaleras abajo. En el zaguán encontró al alguacil, que la devolvió a su casa encerrándola como si fuera cárcel.

Isabel cantó de plano ante el corregidor, ratificando la hija lo dicho por la madre. Sabiendo que María se cerraría negando los hechos, el juez se previno acumulando pruebas. Convocados los médicos preguntó si se debía desenterrar al difunto. Respondieron que pasados 12 días del óbito no podrían encontrar rastro del veneno, por lo que el juez se resignó, tomando declaración a Morales que le atendió, a Gutiérrez, también médico, y al cirujano titular. Tomada declaración al boticario de Chiclana, recordó haber vendido rejalgar a Blas, en cantidad suficiente para matar a varios hombres.

Exculparon los facultativos a Morales, asegurando que calentura "lípida", vómitos, cámaras, desmayos, temblores en el corazón, palpitaciones y dificultades para orinar, podían obedecer a causas naturales, admitiendo el implicado que debió pensar en otra cosa al observar hipo, dificultades en la respiración, sudor, extremidades frías, labios y uñas ligeramente morados y manchas lívidas o negras en la piel, todos ellos síntomas de veneno "caliente", como el arsénico, para el que no había cura.

Registrado el cuarto arrimado donde dormía Isabel se encontraron los cedazos, el de cerdas negras, algo roto, y el de media tela. Las manchas que dejaba el rejalgar eran evidentes. María se cerró en banda. Dijo no haber visto los cedazos, y si admitió relación de un año con Blas Galindo fue para cargarle las culpas. Dijo haberle visto por última vez en la puerta de Lobera, antes de que enfermase Diego, para decirle que "fuese con Dios y que no la molestase más". Mesándose la barba, según solía, juró como otras veces que no habría de gozar de su marido. La muerte de Diego indicaba que cumplió. Omitiendo la mejoría que tuvo y que de todos era conocida, María afirmó que los mamones del jueves fueron la última comida de Diego.

Cerrada la instrucción sin confesión, el corregidor ordenó la captura de Blas. Quien lo encontrase debía prenderlo, entregándolo en Medina Sidonia donde le esperaba la horca, levantada en el lugar de costumbre. Haría el camino desde la cárcel arrastrado por las calles. Colgado hasta que muriera, no se podría retirar el cuerpo sin permiso especial de la justicia. Isabel Ortiz fue paseada por las calles a lomos de burro, precedida de pregonero cantando su crimen. Recibidos 200 azotes, saldría del término de Medina Sidonia, cumpliendo 10 años de destierro.

La condena de María fue el tormento. La muerte probaría su culpabilidad y la supervivencia la inocencia. Remitidos autos y sentencia a la Chancillería de Granada, se aguardó confirmación para cumplimentar el auto.

No es probable que Blas Galindo pagase su culpa. No hacía falta ir a Indias o al extranjero para escapar de la justicia. Las ciudades españolas eran refugio seguro de delincuentes, bastando cambio de nombre para quedar libre de culpa. En el caso de la Gomar, su suerte quedó en manos del verdugo. Doscientos azotes aplicados con contundencia implicaban la pena de muerte, pero si se administraban con suavidad quedaban en mero rasguño, lo mismo que la tortura que se le podía aplicar. A diferencia de la Inquisición, la justicia no aplica el tormento para obtener confesión. María se obstinaba en la negativa pese a la acumulación de pruebas, sin que el corregidor tratase de forzar la confesión. El tormento se aplicaba por sentencia, dejando la magnitud del castigo en manos de Dios.

 


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