EL MUERTO DE LAS TRES EN PUNTO DE LA TARDE
Ramón Pérez
Montero
“Se lo dije no porque tuviera yo ese
empeño de decírselo, sino porque en verdad se lo tenía que decir, por eso se lo
dije, mira tú, por eso le dije:
-
¡Mira que te lo tengo dicho, Nicolá!, ¡que no bebas tanto, que te va a dar algo
malo con la bebida, Nicolá!
¡Cómo iba a saber yo que estaba muerto!,
si estaba sentado allí en aquella silla igual que si estuviera dormido, o
atontado por el golpe que al caer acababa de darse en la cabeza, que por eso le
habían puesto ese algodón en la ceja para taponarle la sangre de la brecha. Por
eso pedí una cerveza, para quitarme de la boca la sequedad del susto que me
acababan de dar cuando fueron a llamarme a mi casa para avisarme de que mi
sobrino Nicolá se había caído en la taberna.
Alguien llegó, no recuerdo quién y me lo
dijo. Y yo, que estaba echado en la cama sesteando, me metí los pantalones como
pude y salí corriendo hacia la taberna, y allí estaba mi sobrino sentado en
aquella silla, con los brazos caídos, muerto ya pero igual que lo había visto
otras veces cuando se emborrachaba, que era todos los días, para que vamos a
andarnos con esto y con lo otro, si es que la verdad no tiene más que un
camino. Y por eso yo le dije lo que le tenía que decir sin saber todavía que
estaba muerto, y por eso el hijo del dueño me dijo que lo dejara, que no le
dijera ya nada más a mi sobrino, porque el pobre estaba muerto y no se iba a
enterar de nada de lo que yo le fuera a decir.
- Cuando fui a ponerle el algodón ya vi
que la sangre se había parado, y eso es que ya no le bombeaba el corazón -me
dijo ese muchacho, y entonces yo le dije que bueno, que estaría todo lo muerto
que quisiera pero que lo que yo le estaba diciendo era la pura verdad, que se
lo decía cada día, pero que a él todo eso le entraba por un oído y por el otro
le salía, como se suele decir.
Y entonces me pedí una cerveza, que ni
ganas de cerveza tenía yo, mira tú, pero es que se me había quedado la boca muy
seca con el susto tan gordo que me acababan de dar. Porque no es plato de gusto
que lo despierten a uno con la noticia de que a un sobrino tuyo algo malo le ha
tenido que dar para caer redondo de la manera que cayó, que al desgraciado ni
tiempo le dio a darle un trago al vaso de vino que le acababan de poner encima
del mostrador, ni a tragarse siquiera ese primer bocado que le dio a una loncha
del jamón que venía de comprar. Porque ese día no se presentó a almorzar con
nosotros, lo que tampoco era una cosa de extrañar en él.
Cuando entré en mi casa lo escuché
roncar al pasar por delante de la puerta de su cuchitril, estará durmiendo la
turca de anoche, me dije. Y cuando se levantó a eso de las tres menos cuarto de
la tarde, a lo que se ve, le dio el bocado del hambre y se fue derecho a la
tienda del Yoqui, y se compró un papel de jamón, y para echarlo para abajo pues
se metió en la taberna y se pidió un vaso de vino.
Eso me contó a mí el dueño del negocio
con mi sobrino todavía allí de cuerpo presente, y le dio un mordisco a una
loncha de jamón, carne cruda, me dijo ese hombre, carne cruda que le costaba
trabajo tronzar, por eso ese hombre dice que le dijo que cómo iba a tragarse
aquello sin pan, y le dio un momento la espalda para buscar el mendrugo que le
había sobrado a él del desayuno. Y en esas estaba cuando escuchó el ruido del
testarazo en el suelo, y se volvió y allí estaba mi sobrino caído, con los ojos
vueltos y el primer bocado del jamón todavía entero en la boca.
Entonces los parroquianos allí
presentes, pocos ya por la hora que era, las tres en punto de la tarde según me
contaron ellos después, lo recogieron del suelo y lo sentaron en aquella silla
donde yo me lo encontré derrumbado, creyéndome que estaba vivo todavía, que fue
cuando con mucha rabia le dije lo que yo le tenía que decir. ¡Joé!, porque
fuera como fuera era mi sobrino y me dolía, porque yo lo tenía casi por un
hijo, y eso que era poco más joven que yo.
Pero cuando se dio del todo a la bebida
y ya nadie lo quería, ni siquiera sus hermanos, y andaba tirado por las calles
como un perro, pues entonces lo recogí y le dije ahí tienes, Nicolá, ese cuarto
para ti, porque para qué quería yo vacía aquella covacha en el rincón del
patio, ¿para nido de ratas?, y por comer no te preocupes, hombre, que tú comes
con nosotros, le dije, con tu tía y conmigo, porque donde comen tres comen
cuatro.
Cuatro porque también el Padre vivía
otra vez con nosotros después que lo perdoné. Le decíamos el Padre porque en su
juventud había sido medio cura o medio fraile. Sí hombre, el hijo del canastero
que de chiquillo se metió en un convento porque no encontraba otra forma de
corregir el hambre, y que ya antes de que saltara la guerra se tuvo que tirar
él de noche por una ventana cuando le pegaron fuego al convento donde estaba
porque si no se tira ligero por aquella ventana se queda allí dentro frito como
un pajarito. Y a raíz de eso se volvió para el pueblo y anduvo toda su vida
malviviendo a base de hacer canastos de carrizos. Su hermano y su cuñada le
daban de comer y lo tenía recogido en su casa, hasta que también se hartaron de
él, porque también al Padre le gustaba más el vino que la leche a los chivos,
mira tú, y entonces se vino a vivir con nosotros, con mi hermana Candelaria y
yo.
Mi pobre hermana Candelaria con las
malas pulgas que tenía, o si no que le pregunten al Querulín, pero con todo lo
buena que ella era. Con decirte que le parían las gatas y entonces le daba pena
matar a los gatitos. Entrabas en el patio de mi casa y veías allí dos docenas
de gatos tomando el sol por los rincones o agazapados entre las malvas. Y cada
uno con su nombre, porque mi hermana los bautizaba a todos según nacían, y a la
hora de darles de comer los iba llamando a cada uno por su nombre. Y no te
vayas a creer tú que sus gatos comían porquería, que todos los días me mandaba
ella a la plaza, porque ella apenas veía, lo mismo que yo antes de operarme de
cataratas, y como no veía pues no salía nunca a la calle, me mandaba a mí a la
plaza para que yo les comprara a sus gatos medio kilo de sardinas, o de
jurelitos baratos, pero pescado fresco que comían los tunantes todos los días.
Olían el pescado nada más bajaba yo por la calle
Por eso qué le iba a importar a ella
darle de comer al Padre, que no nos tocaba nada, o al pobre de Nicolá que era
de la familia, que en verdad entre los dos juntos comían menos que un gato, que
ellos estaban mantenidos por la bebida, y eso sí que me costaba porque la
mayoría de las veces los tenía que convidar yo, tanto al uno como al otro. El
Padre porque hacía cuatro canastos y lo que cogía lo despalillaba en su vicio,
pero mi sobrino es que no manejaba un duro, la propina que le daba Chanito el
del cine por traerle y llevarle las películas a la estación de autobuses y poco
más. De Alemania no le mandaban nada porque estuvo allí demasiado poco tiempo.
Y me daba mucha herejía verlo allí en la taberna todo embarbado y temblón, y
con esa cara triste que se le ponía cuando le faltaba el vino y entonces decía
yo, anda ponle una copita a mi sobrino Nicolá, y entonces se le alumbraba la
cara y ya era otra cosa. Que era yo el primero que sabía que el vino le estaba
haciendo a él mucho daño por dentro, tanto daño como me había hecho a mí, que
por eso yo ya no bebo nada más que cerveza, porque mi cuerpo con el vino es que
ya no puede. Por eso no quería yo que él bebiera vino, por eso le reñí cuando
yo todavía no sabía que él estaba muerto.
Más muerto que un palo que estaba ya el
pobre, que ni falta hubiera hecho que llegara la médica pidiendo un espejo, se
ve que la chiquilla era novata en el oficio y era mi sobrino el primer muerto
de verdad que ella se encontraba. Así que pidió la mujer un espejo para
ponérselo por delante de la nariz y la boca con la idea de ver si lo empañaba.
Porque le había tomado el pulso y por lo visto era esa una cosa de la que ella
no se acababa de fiar para seguirle el rastro seguro a la muerte. Y como allí
no había más espejo que el de la propaganda de una marca de anís, pues le
tuvimos que descolgar el cuadro y ponérselo entre dos por delante de la cara, y
viendo que no lo empañaba pues le dijo por fin ella a los guardias que aquel
hombre estaba muerto por completo.
Porque el hijo del dueño había ido
corriendo a dar aviso a la autoridad y fueron los guardias los que le pasaron
de seguida el aviso a ella. Primero llegaron el cabo y el guardia y al rato
llegó la médica pidiendo el espejo, que ni falta hacía porque como me dijo el
hijo del dueño hacía ya mucho tiempo que tenía seca la sangre de la brecha. Y
cuando le pregunté a la médica que qué es lo que le había podido pasar a mi
sobrino Nicolá para morirse así de esa manera, porque yo era el único de la
familia que estaba allí y tenía derecho a que ella me lo dijera, que luego
vinieron su hermana y su hermana, pero entonces era yo el único de su sangre
que estaba allí presente, la médica me vino a decir que al pobre le había
reventado de golpe el corazón, así que no había nada que hacer.
- Pues si no hay nada que hacer pues
alguien debería de venir a llevarse al difunto porque lo que es yo tendría que
cerrar el negocio -terció el dueño, que con todo el lío ni siquiera había
podido irse a almorzar a la hora que era.
Eso le dijo a los guardias. Y el cabo le
contestó que se fuera a almorzar si eso le corría mucha bulla, que ellos se
hacían cargo del cadáver hasta que llegara la autorización del juez para el
traslado al depósito. Más que bulla, hambre era lo que tenía, dijo el hombre,
que para bulla, bulla el que no tenía ya ninguna era ese, dijo señalando con el
dedo a mi sobrino Nicolá, que estaba despatarrado allí en su silla como si tal
cosa, como si estuviera durmiendo la mona, importándole ya un pito el escándalo
que se había montado por su causa, los pegotes de gente curiosa que se
agolpaban en la puerta y las ventanas de la taberna, que todos se hubieran
colado allí dentro a curiosear si no hubiésemos cerrado las puertas. La gente y
la manía que tienen de meter el hocico donde nadie los llama. Como su hermano y
su hermana, entonces llegaron los dos, al cabo de la hora, llorando ella a
lágrima viva por su hermano Nicolá, que qué lástima de su hermano Nicolá, decía
ella mirando hacia el cielo y dando palmadas con las manos, que pobrecito de su
hermano Nicolá, repetía eso con tanta pena que cualquiera que no la conociera
podría hasta creer que la estaba sintiendo de verdad, la muerte de su hermano.
Menos mal que el otro hermano le paró enseguida los pies, en vida, en vida, la
cortó en seco, los llantos en vida, hermana, ahora para qué quiere llantos ya.
Con lo que ella se sentó al lado del difunto y no volvió a rechistar.
Yo pedí otra cerveza, no porque tuviera
gana ninguna de beber, pero es que con todo aquel susto hasta la boca se me
había quedado seca. Y antes de darle el primer trago se presentó el Padre, el
guardia lo dejó entrar porque le dijo que también él era de la familia, y yo le
dije ahí lo tienes, Joaquín, porque así se llamaba el Padre en verdad, ahí lo
tienes al pobre de Nicolá, él ya no tiene remedio, pero el miedo que yo tengo
es que a ti te pueda pasar lo mismo, que a ti lo más seguro es que te pase lo
mismo, porque tú tampoco le sabes poner al vino pie en pared, como yo digo. A
lo mejor no se lo tenía que haber dicho de ese manera, pero así me salió y así
se lo zampé. De modo que ve rezando algo por ti y por él, le dije, aunque yo no
estaba del todo seguro de que el Padre supiera rezar, porque yo nunca lo había
visto rezando, porque el Padre nunca iba a la iglesia, ni siquiera a las misas
de difuntos iba él, del miedo que le había cogido a las iglesias de cuando lo
fueron a quemar vivo. Pero sí que sabía cantar la misa en latín, eso sí que
sabía yo que lo sabía, porque cada vez que se encartaba, en esa misma taberna
en la que a mi sobrino Nicolá le dio esa cosa mala, cuando estábamos todos
alegres, le decía yo anda, Padre, canta la misa en latín, y él enseguida lo
hacía porque sabía que yo le iba a pagar un vaso de vino para que lo pudiera
levantar igual que el copón del cura. Y empezaba a mascullar aquellos latines
que nadie entendía, y al final levantaba el vaso con las dos manos, y decía
aquello de nominepatri y tal y cual,
y después se lo empinaba, y acababa riéndose de él mismo lo mismo que todos nos
teníamos que reír de él. Pero ese día se le puso la cara muy blanca apenas vio
al pobre Nicolá desparramado en la silla, y me dijo que lo sentía mucho en el
alma pero que él de allí se iba echando leches, porque a él lo que era esa
clase de muerte sin avisar le daba mucho repeluco, y que se iba para la casa
con su tía Candelaria, porque así la llamaba él, fíjate tú si no sería cariñosa
mi hermana, para darle un poquito de compaña. Pero que ni se te ocurra decirle
nada de este percance que ha tenido mi sobrino, le avisé, porque chico susto
que se llevaba mi hermana Candelaria si el Padre llegaba diciéndole que su
sobrino Nicolá se había muerto de repente, porque ella otra cosa no pero era
muy sentida, le dolían mucho las cosas, sobre todo si se trataba de la gente de
su sangre, por eso salió aquel día a la calle para vérselas con el Querubín.
El canalla ese que me había cogido a
traición y me había molido a palos con las tablas del puesto de turrón. Todos
los años por Semana Santa ponían justo delante de la iglesia un puesto de
turrón para cuando salían las procesiones. Me dio ese sinvergüenza todos los
palos que quiso una vez que yo estaba en el suelo y después de eso se escapó
corriendo como la rata cobarde que es, una cosa que no levanta dos palmos del
suelo ese mierda. Y eso llegó a oídos de mi hermana, porque hasta me tuvieron
que llevar al médico y me presenté después en mi casa medio cojo, doblado del
dolor que traía en las costillas y con un brazo en cabestrillo. Y entonces me
preguntó ella si aquello me lo había hecho el Quelurín, y no me quedó más remedio
que contarle la emboscada que me hizo. Porque hasta vergüenza me daba que aquel
enano me hubiera pegado a mí cuando no tiene ni media bofetada completa, pero
esperó escondido en la esquina de la iglesia a que yo pasara y me cogió a
traición por la espalda con un palo de la caseta del turrón y me dio con todas
sus ganas en la cabeza, y yo caí redondo al suelo y entonces me dio todos los
que quiso antes de salir corriendo para que yo no le fuera a echar mano.
Hijoputa, hijoputa, decía mi hermana Candelaria mientras yo le contaba todo
eso, pero ya lo cogeré, no te preocupes que ya le pondré la mano encima,
hijoputa, hijoputa, eso era una cosa que mi hermana Candelaria no se cansaba de
decir mientras me escuchaba. Y como aquel canalla vivía al final de la misma
calle donde vivíamos nosotros, y como él para ir a la suya le cogía de camino
pasar si quería por delante de mi casa según venía de la taberna, y como a él
siempre le entraban muchas ganas de que le pegaran cada vez que se
emborrachaba, pues aquel día no contento con lo que me había hecho, pero
sabiendo el muy tunante que yo todavía no me podía enfrentar a él con los
dolores que arrastraba, se paró delante de mi puerta y me puso como los trapos,
sin parar de desafiarme para que saliera yo a la calle a partirme la cara con
él.
Y entonces mi hermana Candelaria, antes
de que la pudiera yo agarrar de la ropa para pararla, echó mano a la chivata
que teníamos en un rincón del patio para atizarle a las ratas, porque los
tunantes de los gatos no se molestaban de tan hartos como estaban de pescado, y
salio ella corriendo a la calle, y cuando todavía el Querulín no se había hecho
una idea de dónde le caían los golpes, ya le había dado a ella tiempo de
asentarle cuatro o cinco chivatazos bien asentados en la cabeza, casi a
tientas, porque la pobre no andaba muy bien de la vista. Pero cuando yo salí
detrás de ella para apartarla ya tenía el Querulín un hilo de sangre que le
bajaba por la cara desde lo alto de la cabeza, y con la borrachera del vino que
traía y la de los palos que mi hermana le estaba dando no acertaba a dar pie
con bola. Y si aquel día se salvó de una muerte segura fue porque yo me metí
por medio para parar a mi hermana, aunque ella todavía por encima mía le atinó
cinco o seis porrazos más antes de que pudiera quitársela del todo, que a mí
por él fíjate si a mí me importaba que mi hermana lo hubiera majado a palos,
pero yo temía por ella, porque aquel canalla tenía muy mala leche y podía
acertarle un navajazo apenas ella le diese oportunidad de echarse mano al
bolsillo. Santa medicina aquello, porque desde aquel día el Querulín para ir a
la suya no pasó ya nunca más por delante de mi casa, y a mí si me veía me hacía
un cerco como la luna.
Y no quería yo por eso que mi hermana se
enterara de lo que le acaba de pasar a su sobrino, porque no hubiera sido
enterarse que de momento se hubiese presentado allí para formar un expolio. Por
eso me pareció bien que el Padre se fuera con ella a hacerle compañía no fuera
a ser que se extrañara de la forma que yo había tenido de dejar la casa a una
hora que todavía no era mi hora diaria de salir, y se echara a la calle en
busca mía. Lo que era yo desde luego que no tenía intención ninguna de ir a mi
casa mientras no se llevaran al depósito a aquella desgraciada criatura,
temiendo que mi hermana pudiera notar el susto que llevara yo escrito en la
cara. Por eso que no me gustó que el cabo me dijera a mí, estando allí delante
sus dos hermanos como estaban, que sería conveniente ir en busca de una sábana
en que tener liado al difunto para cuando vinieran a llevárselo. Y que además
sería conveniente estirarlo a la larga en el suelo antes de que se fuera a
quedar agarrotado en aquella mala postura y no hubiera entonces dios capaz de
embutirlo en la caja. Pues aquí mismo tiene usted a sus hermanos carnales para
que vayan por una, eso me entraron ganas de decirle yo de buena gana al cabo
con todo su golpe de autoridad, pero qué me iba a importar a mí ir por una
sábana para ese pobre hombre cuando hacía ya para tres años que lo tenía
recogido en mi casa.
Así que me iba a ir por la sábana y
entonces su hermana saltó con aquello de que antes de amortajarlo habría que
mirarle en los bolsillos. No sé qué puñetas esperaba encontrar su hermana en
los bolsillos de aquel miserable, pero en vista de que ella dijo que desde
luego que ella no, porque a ella le imponían mucho respeto los muertos, pues
fue el hermano el que se ofreció a rebuscarle en los bolsillos a mi sobrino
Nicolá allí delante de todos nosotros, para que hubiera testigos de que él no
se quedaba con nada de lo que el difunto pudiera llevar encima. Y lo único que
encontró fue un pañuelo lleno de mugre y un poco de calderilla, lo que le
habría sobrado de comprar el jamón, con lo que pensaba pagar si le llegaba el
vaso de vino que todavía estaba allí intacto encima del mostrador. Y del
bolsillo de dentro de la chaqueta le sacó esa cartera que, sin llegar ni
siquiera a abrirla, se la dio a su hermana no fuera a tener dentro alguna cosa
de valor, y resultó que la cartera estaba llena de telarañas, como se suele
decir, y que lo único que tenía era una foto de Nicolás con ropa de soldado,
que seguramente sería la única foto que él se habría hecho en su vida. Porque
por aquel entonces uno se retrataba únicamente cuando se lo llevaban a uno a la
mili, como yo, que también tenía una foto de cuando estuve en la guerra, porque
a mí me cogió la guerra cuando me llegó la edad de hacer la mili, en el frente
de Castuera, allí tuve mi destino yo, en el frente de Castuera, que fue donde
me tiré a la enana, la única vez que me he tirado yo a una enana en toda mi
vida, y fue allí, que todavía me acuerdo, en el frente de Castuera, cuando la
guerra.
Pero por lo visto eso le dio a ella
mucha pena, el ver la foto de su hermano con la gorra y la ropa de soldado,
pero esta vez no lloró ni chilló ella, sino que sólo dijo que había que ver lo
guapo que estaba su hermano Nicolás vestido de militar. Una cosa que no era
verdad, porque en nuestra familia ninguno de nosotros somos guapos, para qué
vamos a andar diciendo lo que no es. Yo por lo menos nunca me las he dado de
guapo, ¿simpático?, eso creo que sí, que por algo mi difunta dejó a su novio
para liarse conmigo. Y mis hijos serán cualquier cosa menos guapos, más bien
feos los dos, tanto el uno como la otra, y eso que para un padre sus hijos son
siempre los más bonitos del mundo. Pero si son feos de cara más lo son de
corazón. Porque hay que tener muy feas las entrañas para llevarse más de veinte
años sin decirle a un padre por ahí te pudras después del trabajito que me
costó sacarlos para adelante. Porque su madre la pobre bastante tuvo con
morirse antes de que se la comieran aquellos dolores tan malos que se cebaron
con ella después del parto del segundo, y entonces me dejó a mi solo con ellos
y yo los tuve que criar con lo que pude.
Con las perchas y con el orégano que iba
a buscar a la sierra, porque en este pueblo nunca ha entrado mejor orégano que
el que el yo traigo, porque yo conozco los mejores sitios donde el orégano se
cría en lo más hondo de la sierra, allí donde se tarda casi un día en llegar al
sitio, y después tienes que hacer noche en medio del monte para llevarte
segándolo todo el día y traerte una buena carga que te merezca la pena. Antes
iba con la burra, ahora tengo esa mobilete
de asiento recortado que es más buena que el pan y que se mete en sitios donde
ni siquiera con la burra me metía. Y mientras no había orégano las perchas. Y
eso que las perchas estaban perseguidas, si la guardia civil te cogía con un
ciento o dos de perchas ya te podías ir preparando. Te llevaban derecho al
cuartel y como sabían que las multas no valían para nada porque de más sabían
ellos que tú no ibas a ser capaz de pagarlas, pues te quemaban las perchas
delante de tus ojos en el mismo patio del cuartel, con lo doloroso que eso era,
y después te daban una buena tunda con el vergajo de toro que ellos tienen para
pegarle a la gente, para que no se te fuera a ocurrir volverlas a hacer. Porque
yo siempre me he hecho mis perchas, más bonitas que compradas, pero qué haces
tú si tienes esas dos bocas en tu casa y no encuentras por dónde tirar, pues
arrojarte otra vez a los peligros y pedirle a Dios que no te vayan a coger.
Como el día que llegando al ventorrillo
Cuatro Caminos me pillaron los guardias con seis docenas de zorzales y el
sargento se puso hecho una fiera conmigo, llamándome cabrón una cosa que yo
estaba ya viudo y echando babas por la boca, diciéndome que yo no escarmentaba,
y entre una cosa y otra me daba otro guantazo en la cara, sin saber lo que iba
a hacer conmigo. Eso me decía delante de todos los que estaban allí cagados de
miedo, hasta que me dijo ¡pues ahora te los vas a comer crudos!, ¡ahora te vas
a comer crudos tú todos esos pájaros! Y cogió uno y me lo arrimó a la boca para
que yo me lo comiera, y yo con lágrimas en los ojos, porque él los guantazos no
los daba por gusto, le decía que cómo espera usted, mi sargento, que yo me
pueda comer crudo ese animal con las plumas y todo. Y entonces él le dijo a los
guardias que me agarraran entre dos por los brazos y que otro me abriera a la
boca a ver si yo me los tragaba o no me los tragaba yo con las plumas y todo. Y
allí estaba yo pataleando si tenía que patalear mientras los guardias me cogían
y me abrían la boca, y el sargento me empujaba con toda la rabia de sus dedos
el zorzal para adentro de la boca hasta que me lo metió entero dentro de ella,
que hasta las uñas del zorzal sentía yo que me estaban arañando la lengua. Y el
sargento que no paraba de decir ¡trágatelo!, ¡trágatelo!, ¡pedazo de cabrón!, y
yo con las fatigas de la muerte porque yo sabía que me iba a ahogar si ellos no
me soltaban. Hasta que el sargento vio que no iba a poder ser lo que quería,
aunque aquello por lo menos iba a servir de escarmiento, y entonces les dijo a
sus guardias que me soltaran. Y yo, apenas me soltaron los brazos, me saqué el
pájaro todo mojado de saliva de la boca y después me llevé un buen rato a punto
de vomitar escupiendo las plumas que se me habían quedado dentro. Y entonces el
sargento me dijo que se llevaba las perchas y los pájaros, y que la próxima vez
me los tragaba, vaya si me los tragaba. Menos mal que a ese criminal le dieron
otro destino al poco tiempo y que el que vino por él no era tan hijo de puta.
Pero aquel día se quedó con el pan de mis hijos y tuve que pedir fiado en la
tienda para darles algo de comer a las criaturas.
Y así me lo agradecen, portándose
conmigo los dos como si yo estuviera muerto, tanto mi hija como mi hijo. Y ella
a lo mejor tiene sus motivos para sentirse ofendida pero mi hijo no. Pero qué
otra cosa podía hacer yo cuando ella hizo lo que hizo, qué otra cosa podía
hacer yo si no decirle pues eso que tienes dentro de la barriga que lo críe el
maricón que te lo ha hecho. O quizás me iba a echar yo el cargo de otra boca, o
quizás habría tenido que ir yo en busca de ese canalla para sacarle los
hígados. Lo cierto y lo fijo es que la planté en medio de la calle y eso es una
cosa que ella nunca me ha llegado a perdonar. Pero el hermano no tenía motivo
ninguno para quitarse de en medio de la forma en que se quitó ese chiquillo de
en medio. Una mañana temprano cuando me levanté vi su cama sin hacer una cosa
que él siempre estiraba la manta y de momento me dije este hijoputa se ha ido,
este hijoputa no vuelve. Y así fue, hace de eso ahora más de veinte años y
todavía no sé por dónde anda, lo mismo que su hermana, que se casó con aquel
mal nacido y ni siquiera sé dónde vive mi nieto, si es que lo llegó a tener.
Menos mal que entonces mi hermana
Candelaria se quedó también viuda y se vino entonces a vivir conmigo. Pero es
muy triste verse en un hospital como yo me he tenido que ver cuando me operaron
a mí de cataratas, y no tener a nadie que vaya a hacerte una visita teniendo
dos hijos como tienes. Pero ya Dios les pedirá cuentas a ellos si es que hay Dios.
Porque muchas veces te cuesta trabajo creer que haya Dios, porque qué daño le
había hecho a nadie mi sobrino Nicolá para que Dios se lo viniera a llevar de
esa mala manera. Una cosa que no hablaba por no ofender, más dócil que una
malva que era. Cuando se emborrachaba se iba para su cuarto a dormir la tajada
y nunca se le ocurría meterse con nadie. No como el Querulín que de momento
estaba buscando pelea. Te daba palique, te invitaba todas las veces que hiciera
falta pero luego le tenías que arrear fuerte en cuanto empezaba a ofenderte
porque tú le decías que ya no bebías más, que fue lo único que tuve yo con él.
Pero como era tan rencoroso pues no se le cayeron de la memoria los dos
guantazos que yo le pegué, y eso que cuando se los di estaba ya como una cuba,
pero parecía como si a ese canalla le gustara la leña.
Y, ¿tú ves?, el Padre era otro manta
mojada, por eso se me achancó el día que lo eché de mi casa, porque si ese día
no se me achanca, si ese día encima me echa cojones pues le hubiera partido la
chivata en las costillas, pero lo más que hizo fue ponerse a llorar cuando le
dije que engañaba a mi hermana. Yo ya hacía tiempo que me venía sospechando que
él le hacía gatuperios a mi hermana cuando lo mandaba a comprar cualquier cosa
a la tienda del Yoqui. Porque mi hermana protestaba de lo cara que valían las
cosas y yo me olía que las cosas no valían eso ni por un asomo. Pero yo no
quería formar un expolio y me callaba, y me estuve conteniendo hasta que un día
me harté, y me llegué a preguntarle al Yoqui lo que le habían costado al Padre
los tomates que acababa de comprar. Y cuando le cogí ese fallo le dije todo lo
que en ese pronto se me vino a la boca, ¡sinvergüenza, ladrón, con todo lo que
yo y mi hermana hemos hecho por ti, así nos lo pagas! Y él se achancó y se puso
a llorar como un niño. Y por eso me conformé con echarlo a la calle y no le di
la paliza que él se hubiera merecido. Pero después lo perdoné, me daba lástima
verlo en la calle o encontrármelo en la taberna temblando de frío y de hambre,
y un día le dije anda vete para mi casa y dile a mi hermana que yo he dicho que
te dé algo de comer, pero a ver si aprendes a respetarla. Y por eso cuando fui
en busca de la sábana para liar a Nicolá el Padre estaba sentado allí con mi
hermana, hablándole de bien a bien aunque yo noté que estaba algo chiripa. Ya
este le ha dado unos buenos tientos a la botella del coñac, me dije para mí,
porque mi hermana tenía siempre guardada una botella de coñac para cuando se le
bajaba la tensión, que en verano era muy propensa a que se le bajara la tensión
a ella, y seguro que el Padre había dado con el nido. Pero no le dije nada, no
tenía yo entonces ganas de más jaleo, que ya tenía yo de sobra con el lío que
yo tenía. Nada más que le hice señas con la vista para que entretuviera a mi
hermana mientras yo cogía una sábana de mi misma cama, una sábana preciosa que
mi sobrino se llevó con él a la tumba, la doblé y me la pille con el brazo por
debajo de la chaqueta y volví con ella de momento para la taberna.
Ya está aquí la sábana le dije al cabo
enseñándosela, y entonces él dijo vamos a tender a este hombre, y entre su
hermano, el guardia, el dueño de la taberna y su hijo y yo lo cogimos en
volandas y lo estirazamos en el suelo encima de la sábana que habíamos abierto
primero. No olía bien mi sobrino Nicolá, no apestaba sólo a vino, aparte de que
nunca se lavaba de vez en cuando se le escapaba el meado y hasta el caldo de
las tripas porque el vino lo estaba quemando por dentro. Por eso le di para él
la covacha del patio, para que ni mi hermana ni yo tuviéramos que aguantar de
la manera en que olía mi sobrino Nicolá. Porque él podría haberse quedado a
dormir en la sala antes que el Padre, para algo era de mi sangre, pero no
hubiese habido Dios que hubiese podido dormir bajo el mismo techo con él. Por
eso a mí me dio hasta vergüenza cuando el cabo dijo que ese difunto estaba ya
hasta apestando una cosa que no llevaba todavía ni dos horas muerto, aunque
estuviésemos en pleno verano y fueran las cuatro y pico de la tarde.
Toda mi bulla era liarlo en la sábana
para cortar aquel tufo, pero le poníamos las manos sobre el pecho y se le
abrían los brazos de la mala postura que había cogido durante todo ese tiempo
que estuvo esperando sentado en la silla. Se los recogíamos de nuevo y al
soltárselos otra vez vuelta a empezar, y así hasta que su hermano dijo que
imposible que así pudiera entrar en la caja y pidió entonces una pedazo de
cuerda al dueño del negocio. Y por suerte el dueño del negocio tenía en pedazo
de bacal, o sino hubiera tenido yo que ir otra vez a mi casa por un pedazo de
guita. Con ese bacal le amarramos las manos y por fin se quedó quieto. Que qué
pena de su hermano Nicolá, dijo entonces su hermana, que más que llevarlo al
cementerio parece que lo fueran a llevar a la cárcel como si hubiera hecho
alguna cosa mala. Lo liamos después de eso en la sábana y allí se quedó como un
paquete esperando a que vinieran por él.
Y mientras sí y mientras no me pedí otra
cerveza porque a ver si no era razón que se te quedara la garganta seca en un
fregado como ese. Vamos, que ni cuando pregono los piñones por el pueblo se me
queda la garganta tan seca. Porque yo ahora vendo piñones y los pregono a voces
por la calles del pueblo, que no hay quien venda piñones mejor tostados ni quien
tenga una voz más bonita que la del Gordo Garve pregonando, que así me conoce a
mí todo el mundo, aunque otros me llamen también California, con esta voz tan
fina que yo tengo, no como mi cuñado Pinceles que cuando los pregona parece que
está metido en el fondo de un pozo. Algunas veces los amigos de la taberna
únicamente por escucharme me dicen venga Gordo date una voz, y yo para
complacerlos canto aquello de ¡aaahhhhh los piñooones!, ¡qué gooordos los
teeengo!, y antes de que termine de decirlo ya están los chiquillos agolpados a
la puerta de la taberna. Y una vez en
Y todavía no había terminado de apurar
mi cerveza cuando llegó Daktari con la caja en su furgoneta color butano para
llevarse al difunto, que a Daktari lo llaman así porque le pusieron el nombre
de un león tuerto que salía en una película del televisor, porque lo mismo que
ese león también Daktari es tuerto de un ojo. Cogimos la caja vacía entre dos y
la metimos para adentro de la taberna, colocamos a mi sobrino Nicolá amortajado
en mi sábana dentro de la caja y le pusimos después su tapadera. Pero como la
caja no cabía entera dentro de la furgoneta no pudimos cerrarle las puertas y
allá que se fue mi sobrino Nicolá para el cementerio con aquel trapo rojo
volando que señalaba peligro.
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