De los zaguanes en penumbra a
las esplendentes profundidades
Ramón Pérez Montero
Stéphane Braud en su taller de Medina
Sidonia finalizando la obra que ilustra nuestra portada.
La portada de este
número de PUERTA DEL SOL que completa la docena, es obra de Stéphane Braud. Se trata de una pintura al óleo
de 130 x 89 cms. que reproduce el antiguo portón de
la vivienda nº 2 de la calle Postiguillo de nuestra localidad. Aunque él no
trabaja por encargo, aceptó gustoso nuestra invitación en una prueba que le
honra de su entrega a la causa cultural y de su cariño por nuestro pueblo.
Stéphane Braud es un sólido artista
francés nacido en Libourne, en la vinífera Burdeos,
que por suerte para nosotros ha elegido Medina para trabajar aquí buena parte
del año. Durante el tiempo restante se desperdiga por distintos enclaves del
mundo entregado a la tarea de su rica producción pictórica, para acudir a las
diferentes exposiciones de sus obras y por el placer de viajar meramente.
Aunque
sus telas alcanzan una considerable cotización en los mercados internacionales
del arte, según confirma el índice AKOUN, podemos decir con toda franqueza que Stéphane Braud no es un pintor
comercial. Se trata de un artista comprometido con su obra, alguien que lleva
desde que tenía poco más de veinte años tras las huellas del verdadero mensaje
pictórico que aspira a plasmar en sus lienzos. Artista autodidacta, hombre de
extrema curiosidad y desdeñoso del lujo, además de modestísima persona, no deja
de ir de un lado para otro a lo largo y ancho del Planeta en busca de nuevas
sensaciones estéticas, sin hacer casi ruido por donde pasa pero dejando siempre
tras de sí ese rastro de sencillez, cordialidad y bonhomía del que los que
tenemos el honor de tratarlo podemos dar buena fe.
Pertenece
por tanto este pintor a esa estirpe de los artistas esforzados que huyen
continuamente de la comodidad y lo fácil. Pero en su caso además de un envite
estético se trata también de un desafío vital. Stéphane
Braud no sólo realiza atrevidas apuestas en su particular
parcela del arte, sino que además se juega la vida en la consecución de las
mismas. Una inmersión por encima de la media hora a más de cincuenta metros de
profundidad no pone sólo a prueba los límites de la capacidad creativa sino
también los de la propia entereza física de un ser humano. Salvando las
distancias, su energía creativa me recuerda de algún modo a la de Paul Gauguin,
que abandonó su tierra de origen al encuentro de las gentes y los sugerentes
paisajes de Tahití, aunque mientras que éste buscó (y encontró) sus fuentes de
inspiración en las turbias profundidades de la absenta y la práctica salvaje
del sexo, Stéphane las persigue (y las halla) en las
claras simas de las barreras de coral y en la atención a su familia.
En
1981, aquel joven pintor de acuarelas que plasmaban los invernales cielos
grises de su patria, sus ciudades históricas y las riveras soleadas de sus ríos,
se marcha definitivamente de su ciudad natal hacia el océano Índico para
recalar en isla Réunion, como él mismo dice en uno de
los muchos reportajes que prestigiosas revistan de medio mundo le dedican, tras
“la luz, el clima y la aventura del mar abierto”. Descubre en aquella tierra insular
las fachadas de las chozas criollas deliciosamente desgastadas por el paso del
tiempo. Las expone en Saint-Denis, capital de la isla, y gracias a ellas logra
subsistir con la reproducción de las mismas y su venta entre los turistas.
Claro
que nada de esto colma sus acendradas aspiraciones artísticas. Desea dar el
salto a la técnica de la pintura al óleo. Vino un tiempo de continuas
tentativas, de permanentes atascos y angustioso bloqueo creativo. En 1992
marcha al vecino continente y allí comienza a trabajar los ocres africanos que
le brindaban las puertas antiguas que se le iban mostrando a sus ojos. La
pintura que ilustra la portada de PUERTA DEL SOL está confeccionada a partir de
esta técnica. En ella el artista no sólo ha captado con precisión y
minuciosidad fotográfica los efectos de la luz y sus ángulos de sombra, las
puras tonalidades de la pintura desgastada, las huellas de la herrumbre y el
moho, las resquebrajaduras que el paso inclemente del tiempo inscribe en la
madera como arrugas en los rostros humanos, sino que ha sabido envolver su obra
en una suerte de misterio.
Todas las puertas árabes de Stéphane Braud que he tenido
ocasión de contemplar, aparezcan abiertas hacia zaguanes en penumbra,
celosamente entornadas o cerradas a cal y canto, transmiten un pálpito de vida,
presente o ya preterida, del mismo modo que entre las valvas aparentemente
inermes del molusco se refugia el animalillo tierno que lucha por su
existencia. ¿Qué secretos podrían contarnos esas puertas mudas acerca de todos
los que han pasado o llegado frente a ellas, de las alegrías y los sueños rotos
de sus sucesivos moradores?
Dedicaba
nuestro pintor buena parte de su tiempo a su otra gran afición en los mares
tropicales: el buceo. Tuvo la suerte de conocer entonces a un consumado
submarinista, André Laban, quien había formado parte
del equipo de Jacques Cousteau. Gracias a las enseñanzas de este hombre logra
corregir muchos defectos y se convierte en un experimentado buceador. Se
encontraba pues preparado para conjugar sus dos grandes pasiones: la pintura y
la inmersión submarina. Estaba en condiciones de iniciar el asalto a las
barreras de coral de las islas Réunion y Mauricio.
Allí, entre aquellas formaciones basálticas y oníricos caprichos coralinos, en
Roches baleines o las Grutas de Poseidón, encontró
ese silencio que desató su inspiración y le permitió reflejar en sus telas esa
serenidad que sólo puede expresar quien experimenta la felicidad de flotar en
medio de tanta belleza.
Pero si ya de por sí la pintura al óleo
no resulta fácil, bajo el agua sus exigencias técnicas se intensifican. No
tanto por las características químicas de los materiales, que de hecho
continúan comportándose igual que al aire libre, como por los inconvenientes
derivados de la concienzuda preparación y transporte de los mismos: es
necesario lastrar el lienzo con barras de plomo, incluir en la maleta todos los
colores y accesorios necesarios, llevarlo todo en una sola mano tanto en el
descenso como en el ascenso hacia la superficie. No le está permitido tampoco
hacer la más mínima concesión a la inseguridad, por lo que nunca descenderá
solo nada más que a lugares frecuentados. De no ser así se hará acompañar de
forma sistemática. Las dificultades, no obstante, no acaban ahí, sino que una
vez inmerso en la labor creativa la percepción de los colores se deforma
ligeramente debido a la presión del agua sobre la sangre y por la refracción de
la luz, por lo que resulta necesario pintar los azules un poco más claros para
obtener la tonalidad original.
El artista
en su taller, donde cuelgan algunos de sus óleos sobre fondos marinos tropicales.
Por si todo esto fuera poco el tiempo
tiene que ser escrupulosamente cronometrado. Es necesario elegir con rapidez el
emplazamiento y regresar pronto. Para pintar un cuadro de gran formato a quince
metros dispone de cincuenta minutos, pero a cincuenta y dos metros deberá
contentarse sólo con diecisiete, pues el resto se lo lleva la necesaria descompresión.
Sus movimientos deben estar asimismo perfectamente calculados, pues allá abajo el
artista no tiene tiempo que perder buscando un tubo de un color determinado.
Para pintar sólo utiliza la espátula, los dedos y las palmas de sus manos. Si
la inmersión se desarrolla sin contratiempos y nada viene a turbar su
inspiración regularmente concluye el lienzo bajo el mar. De lo contrario, le da
sus últimos retoques en superficie antes de que los colores se sequen. En caso
de que el resultado no le satisfaga, Stéphane no lo
dudará y el cuadro, después de tanto esfuerzo, acabará en la basura.
Aunque
es de todo el mundo sabido que la pintura al óleo admite correcciones, en su
caso resulta totalmente imposible volver a sumergirse con una pintura ya trabajada,
porque, como el mismo artista declara, un emplazamiento submarino no se
encuentra jamás en las mismas condiciones de luz y de color, por lo que resulta
factible realizar veinte o treinta telas diferentes de un mismo sitio.
El
resultado final son esos lienzos que irradian luminosidad y estallan ante los
ojos con su amplia gama de resplandecientes azules: desde el azul color de
tinta y Majorelle a los aguamarina y lapislázuli. Azul Braud han
sugerido denominarlo algunos, en alusión los azules de Klein y Matisse, nada
menos. No deja de resultar paradójico que el artista atraído por la penumbra y
los colores ocres de la superficie baje hasta lo más profundo del Boucan Canot en Réunion, o a cualquier otro enclave de México, Belice,
Granadinas o Martinica, allá en Bahamas, para ir en busca de la luz casi irreal
que se filtra a través de las aguas saladas. Si en sus puertas el misterio se
sugiere con sutileza, ahora, en sus paisajes marinos, éste se condensa hasta el
punto de conformar las imágenes de un sueño. Grutas mágicas, pasadizos coralinos,
fascinantes angosturas captados en toda la pureza de su color natural, porque Stéphanee jamás utiliza luz artificial, y por ello no se
siente hechizado por otro tipo de fondo
que no sea el de las formaciones de coral.
Confiesa nuestro artista que la inmersión actúa sobre
el cerebro como una especie de droga que altera su estado químico y produce
extrañas sensaciones en el momento de interpretar la belleza. También los
espectadores podemos expe-rimentar cierto inquietante
eco de esos extraños estremecimientos al contemplar las pinturas sub-marinas de
Stéphane Braud. Ciertamente
logra no sólo plas-mar sino también transmitirnos esa
prístina quietud y ese placentero enigma que se oculta en los fondos
encarnados, esa conmoción espiritual que algún intérprete de raíz psicoanalista
podría relacionar con el deseo subconsciente del regreso al útero materno donde
flotar en la envolvente calidez del líquido amniótico. En tal estado imagino a Stéphane mientras trata de arrancar sus tesoros al mar ante
la mirada curiosa de las morenas y los peces de colores.
Su
estilo sedujo rápi-damente al público. Y así, des-pués de algunas exposiciones en la Réunion
se le abrieron las puertas del mercado francés y el de los Estados Unidos. En
1998 presenta su obra en la galería de François
Chabanian et Laure Le Baron, en Honfleur, Courchevel
et Saint-Paul-de-Vence. Al año siguiente expone en Bahamas, Hawai y Miami. Expuso
por primer vez en Paris en el barco Maxim’s sur Seine,
en el puerto de Suffren, y en New York en 2001, en el
Jakob K. Javits
Convention Center. En agosto de 2002 se instaló
en Cannes y abrió su taller en el número 17 de la Croix des Gardes.
Otras numerosas exposiciones jalonan a partir de entonces su trayectoria.
Cuando se redactan estas líneas está preparando una considerable muestra de su
obra que será expuesta en Puerto Banus, Club de
Mar, Marbella. Y a continuación prepara otra en la Bastilla, en la propia
capital de Francia, para principios de 2009.
En
fin, sucinta semblanza ésta de un hombre comprometido con su arte que cuando se
le inquiere por la conocida angustia a la hora de desprenderse de un cuadro
responde que ninguna, porque en pintura más que el resultado final lo
verdaderamente importante son las sensaciones que se experimentan durante el
proceso de creación, un verdadero esteta que se muestra convencido de que
incluso cuando pinta a toda velocidad en los fondos marinos, algo muy personal
del ser humano que crea debe quedar plasmado en el cuadro pues de otra manera
la idea que se trata de transmitir resultaría tan efímera como un espadazo en
el agua.
Este
artículo ha sido realizado a partir de largas conversaciones con el propio
artista, y sobre diversas entrevistas e informaciones acerca de su persona aparecidas
en distintas revistas y catálogos[1].
[1] EDGAR, MADAME FIGARO, UNIVERS DES ARTS, INTERNATIONAL ARTEXPO NEW
YORK, SCALES AUSTRALES,MARTINIQUE
MAGAZINE, YACHTS, REVUE DE PLONGÉE AMÉRICAINE, AKOUN.
(c) Marzo del 2002. Todos los derechos reservados