ANTONIO HERNÁNDEZ:

EL CAMINO DE LA DEPURACIÓN

 

 

                                                                                                                              Isabel Díaz Rubiano

 

 

Parece difícil que todavía haya quien no conozca el nombre o la obra de este poeta gaditano nacido en Arcos de la Frontera en 1943. Y si decimos eso, no es para captar la benevolencia del lector o para halagar al artista, sino porque desde que comenzó su carrera de escritor, no ha cesado de recibir premios, homenajes, agradecimientos…, y él mismo, se ha visto envuelto en un sinfín de actividades como charlas, conferencias, viajes o premios literarios, entre otras.

            Nos centraremos en el estudio de su obra poética, y al final, reproduciremos una entrevista que le realizamos el jueves 14 de agosto de 2008, en Cádiz.

            No obstante, no podemos olvidar que su labor literaria no se restringe únicamente a la poesía, pues ya hace tiempo que ejerce con éxito sus facetas de narrador (novelista y cuentista), de ensayista  y de articulista. Su obra, además, ha sido traducida a numerosos idiomas y es objeto de estudio en diferentes universidades americanas (Athens en Georgia, Nuevo México, y Mar del Plata en Argentina).

            Con este análisis descubriremos uno de los mejores ejemplos de depuración estética y uno de los modelos más honestos de autenticidad artística. Sus palabras nos podrán estremecer por bellas unas veces y por verdaderas otras, o sobrecogernos por la conjunción de ambas cualidades. Creemos que en eso consiste ser un buen poeta.

            En la entrevista antes mencionada, él mismo reconoce que su originalidad radica en haber sabido asimilar lo mejor de la tradición: “La originalidad muchas veces es una forma de copiar artera y astutamente a grandes autores olvidados. Yo me nutro de todos, y de ese eclecticismo puede que surja una voz diferente. Lo importante en poesía, además de la sustancia, es el tono, y en la conjunción de ambos está la originalidad.

            En cuanto a lo de mi aportación a la poesía, me parece que es poca, entre otras cosas porque no se me lee; y, en todo caso, porque está inscrita de una manera muy clara en el árbol de la tradición. Los experimentos, con gaseosa, aunque digan que soy un tipo raro.

            Se ha señalado como una característica muy mía la autenticidad, algo que supongo que tiene que ver con una cuestión de orden moral: llamarle a las cosas por su nombre poético; o sea, poniéndole una guinda a la tristeza, o, como decía Fernández Andrada, una cosa no muy común, “igualar con la vida el pensamiento” o viceversa”.

            En 1964 manda a Madrid su primer poemario con el que consigue el accésit del Premio Adonais. Se trata del libro El mar es una tarde con campanas .Sorprende su personalidad. Como indica su prologuista Alberto Torés García en la reedición de 2001 “(…) Antonio Hernández rechaza una escritura culturalista y desvitalizada, abogando desde este primer libro por un verso pleno de intensidad, por el fulgor conceptual, por un compromiso que se expresa en continuas referencias solidarias (el pan, el vino que precisamente faltan en la mesa del pobre y aparecen por deseo, esperanza o concreción, la memoria de la guerra, la huida, el vacío interior, la naturaleza o la muerte como ausencia presentida)”.[1] Asimismo, el poeta arcense recurre a un aparente realismo que se carga de simbología, para expresar sus anhelos, sus preocupaciones. En el poema “La montaña”, ésta simboliza la vida (se nos viene a  la memoria el mito de Sísifo) que es hermosa y tierna como una madre en los primeros años de la existencia:

                                                           (…)

                                    poniendo cuesta abajo mis más claros

                                   anhelos(…)[2]

            Pero cada vez más infranqueable a medida que el hombre madura: (…) Cuesta / arriba ella, ya imposible a mi pecho, (…)[3]

            Y alterna el símbolo de la montaña con otro muy clásico en la literatura española, el río, que también se identifica con la vida: su recorrido fácil al principio, se va complicando, y por más “meandros” que ofrezca (el amor, los ideales…), no impide que el hombre pierda su fe en ocasiones.

            En el poema “Andalucía” se replantea, fuera de los tópicos y convencionalismos folkloristas, lo que él entiende por ser andaluz: Andalucía no es lo que se ve, sino lo que no se ve. En palabras de Hernández: apoyé a la alegría cuando enmascaraba la tristeza,[4] o unos versos más abajo: No. No era un vino o una guitarra la escena. / Era lo que quedaba dentro de cada uno oculto (…)[5]

            El tema que más aparece y caracteriza al libro es el amor en el marco de una naturaleza grandiosa e idealizada. Su amada, como la de Petrarca, Garcilaso o Salinas, es el motor del mundo, la que lo inaugura, la que rescata del infierno a su amado y lo devuelve a la vida. Pero el amor también supone la pérdida de la inocencia, la conciencia de la soledad, la tristeza. Dice el poeta:

                                                           (…)     

                                    Antes de vernos nada existiría.

                                   Ni la plaza –sin citas-…, ni los píos

                                   -sin los tres de tu nombre-…, ni los ríos,

                                    porque sin nuestro amor nada corría.[6]

            En el poema tercero de la sección “Cartas” escribe, con unas palabras que nos recuerdan a Jorge Guillén y a Salinas: El mundo está bien hecho / gracias a ti. ¡Qué locura ésta del amor / que halla menos en un abrazo / que en la distancia! [7]

            En efecto, la idealización del ser amado llega a ser tan grande a veces, que su presencia real disminuye la capacidad de ensoñación. Un abrazo es poco para lo que él se puede imaginar lejos de su visión.

            En el bloque “El río”, leemos el verso que da título al poemario y que sintetiza su concepción amorosa:

(…)

                                   Tú sabes

                                   que el mar es una tarde con campanas

                                   y pronto tendrá un vuelo de palomas,

                                   porque se estrecha el mundo si faltamos

                                   tú, yo, cualquier latido, o si tenemos

                                   un rato en lejanía.[8]

            El libro se cierra con palabras de amor que nos recuerdan a Antonio Machado:

                                                           (…)

                                   Yo comienzo a soñarte. Una tarde cualquiera

                                   llegaremos al mar.[9]    

            El mar simboliza en esta etapa la plenitud, la meta, la esperanza.

            En éste su primer libro, Hernández se muestra  un experto manejador del soneto, poema estrófico de los más utilizados en la historia de la Literatura, pero también uno de los más complicados de dominar debido a su estructura tan cerrada. Aunque en él, como señala Torés García, puede seguirse el rastro de poetas como Alberti, Cernuda, A. Machado, Salinas… lo importante es que sentó las bases de su propio lenguaje poético, rasgo que muy pocos poetas lograron en su juventud.

            Su segundo libro, Oveja negra (1969) formaría parte, según el prologuista de Habitación en Arcos, Miguel Galanes, de una primera trilogía completada con poemarios como: Donde da la luz y Metaory.

            Su título es revelador de parte de su contenido, así en el primer apartado “Tiempo de soledad”, leemos:

                                                           (…)

                                   había un joven que creció en su pena

                                   como la oveja negra entre las blancas.[10]

            Y, en realidad, son la tristeza, el sufrimiento y la decepción los ejes temáticos sobre los que el libro se sustenta, aunque su título pueda desorientar.

            En un desdoblamiento entre el joven ilusionado que era y el hombre que ahora es, se abre el libro con un romance endecha en el que nos cuenta sus inocentes veladas literarias en Arcos, antes de marcharse a Madrid. Allí descubrió el sufrimiento de ser artista, de aceptar que, aunque se escriba con el corazón, se puede ser un mal escritor, que fue lo que resignadamente tuvo que aceptar al principio. Por todo eso y porque ya no estaba en Arcos para desahogarse, siente que ha traicionado sus dieciocho años.

            La cita de Blake del comienzo: “Todo poeta verdadero, por fuerza, se tiene que sentir de parte del demonio”, parece una declaración de intenciones de Hernández, pues evidencia el orgullo de sentirse diferente y supone la sublimación del sufrimiento personal, de manera que éste ya no es un desahogo sensiblero, sino una experiencia cósmica que ensancha el espíritu.

            Nuestro poeta sufre por lo mismo que sufrían Jorge Manrique, Juan Ramón Jiménez y todos los grandes poetas: por no poder apresar la eternidad, por la irremediable fugacidad de la vida:

                                                           (…)

                                   Yo no quise que todo aquello fuera

                                   fugaz, como la estela de los barcos,[11]

                                                           (…)     

            Es digno de destacarse el encabalgamiento abrupto con aliteración (fuera/ fugaz) que resalta la fricación del fonema /f/.

            Las circunstancias, la educación, el destino, su propia sensibilidad, lo convirtieron en un niño triste, le negaron su derecho a soñar. Porque aquel niño triste se criara, / se dispuso que todo fuera negro.[12]

            Incluso en el poema cuarto en el que el lector imagina un cambio de rumbo definitivo en la vida de aquel joven, cambio que el poeta refuerza con el uso de versos largos, polimétricos y monorrimos, al final reaparece su verdadera naturaleza:

                                                           (…)

                                   Y fue ganándolas, pudo poner su frente alta, al descubierto,

                                   cuando volvió a sus tierras, no hijo pródigo, limpio. Pero

                                   ya siguió triste para siempre su pecho.[13]

            ¿Cuál fue la causa principal de su tristeza? La muerte de uno de sus hermanos a la temprana edad de veinticinco años: Faltaban aún muchos años / para que su entierro / ocurriera. Mas de repente / ocurrió(…)[14]

            Uno de los recursos más utilizados en este poema es el encabalgamiento, y quizás, el que se produce con el verbo en pretérito perfecto simple ,“ocurrió”, sea uno de los mejores porque expresa de forma muy contundente la conclusión de una acción por él no deseada. Aunque no quisiera aceptarlo, su hermano había muerto para siempre, como diría García Lorca en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías.

            Este suceso marcó tanto la vida del poeta, que a partir de este momento no dejará de mencionarlo en todos sus libros de poesía; y, uno de ellos, Diezmo de madrugada, está dedicado casi íntegramente a la memoria de su hermano, convirtiéndose así en otra de las hermosas elegías de la lírica española.

            Interesante el soneto con serventesios y rima asonante titulado “Cuento para por las noches”; no sólo está bien construido, sino que el tema avanza con una progresión e intensidad tales que nos recuerdan los mejores del Siglo de Oro. En la noche, con miedo, pero haciendo uso de la razón, se encuentra con fuerzas para rehacer su mundo, para cumplir sus sueños, aunque:

                                                           (…)

                                   te sueñas la verdad de tus deseos,

                                    eres humano y todo te proclama.

                                   Aunque después sigas estando muerto.[15]

            Destacamos el poema “La libertad” que nos recuerda a Blas de Otero y que supone otro hermoso ejemplo de cómo la poesía sustantiva, que nombra limpiamente la realidad, puede calar en la sensibilidad del lector:                                

            Hoy recuerdo una libertad que nunca he tenido. / La libertad del sol en las fronteras.

            La libertad de todos los caminos. / La libertad del agua que no asalta a los barcos.

            La libertad sudada del relincho. / La libertad de la mano que niega.

            La libertad del suicidio. / La libertad del aro y de la noria /  por dentro de sí mismo.

            La libertad verdadera. Lloro / por lo que no conozco y he sentido.

            De su siguiente libro, Donde da la luz, 1978, (Premio Rafael Morales 1977), en una entrevista concedida al Diario ABC el 16 de marzo de 1980, el propio poeta afirmó: “(…) es un libro andalucista en lo que tiene de reafirmación de nuestras constantes culturales y de nuestras exigencias socioeconómicas (…)” Efectivamente, en este libro Hernández le rinde un homenaje a la vieja Andalucía constructora de la Historia y a la acostumbrada a sufrir humillaciones por su situación económica y desigualdad social. Le dedica poemas a Sevilla, a Gibraltar (“Punta amada de todo lo andaluz”), a los carnavales de Cádiz, a Arcos, Córdoba, a Málaga, Almería, Granada, a los toreros andaluces, a los emigrantes, a los nuevos poetas andaluces, y nombra a todas las provincias en el poema “Entre las aguas”.

             A este respecto, Fanny Rubio y José Luis Falcó nos aclaran en el estudio preliminar a su antología, Poesía española contemporánea (1939-1980), (Alhambra, Madrid, 1981, pág. 84) “que Antonio Hernández piensa que la nueva poesía andaluza apetecida debe ser una reedición potenciada de la propuesta que supuso la poesía social. No debe extrañarnos. Los años setenta, como ya señaló Manuel Urbano son los de auténtica concienciación social andaluza, y al poeta andaluz se le puede apreciar un ejercicio testimonial, solidario, consciente y directo, así como un acercamiento a la realidad popular por el vehículo de la poesía (…)”     

            Hay poemas con versos largos, otros con endecasílabos, bastantes polimétricos, y la mayoría no tienen rima. Pero esta variedad formal reúne un sentir común. Nos confiesa al principio que aunque contra tanta muralla no desea sino volar, volar junto a lo que no muere, él no se olvida de dónde procede, de sus raíces (…) mi canto viene / de las generaciones que ordenaron mis huesos[16].

            En el poema “Alimento de mar, historia y vida” hace un recorrido por todo lo que se identifica como andaluz geográfica y espiritualmente:

                                                           (…)

                                   encandilados huéspedes del rastrojo y la cal,

                                   del dolor y la fe, de esa tristeza, ay, a la que dieron

                                   por nombre “Andalucía” (…)[17]

            Muy emotivo el poema dedicado a Gibraltar a la que describe con precisión como una grieta que araña, territorio que duele, gran joroba andaluza, y después:

                                                           (…)

                                    cantamos

                                    Gibraltar, Gibraltar, punta amada de todo lo andaluz, y prometimos

                                    emborracharnos en La Línea, llorar sobre la frontera.[18]

            De Málaga nos dice que es tierra antigua, marinera, ahora lugar de tráfico y de ahogo. A su sierra, antes famosa por sus bandoleros, van ahora los bárbaros del Norte en autobús.

            En “Encuentro en Arcos” lo que a él le interesa es compartir el desasosiego de sus desconocidos paisanos, de esos campesinos pobres, llenos de nostalgia y acostumbrados al dolor. Aunque quisiera que las palabras que él les ofrece con sus poemas (viña, bosque, olivar…), fueran realidad y estuvieran en sus manos, intuye que ya se han dado cuenta de que él se identifica con su dolor. Con una serie de sustantivos abstractos y adjetivos valorativos define muy bien la actitud, hasta hace poco ancestral, de estos andaluces:                                                  ()

                                   Me acercaría a su desdén dudoso,

                                   a su aparente indiferencia clave,

                                   a su indolencia impuesta (…)[19]

            Destaca el poema de versos polimétricos “El día de difuntos” porque se aparta de la temática general del libro para interiorizar, recordar, una fecha que antes era motivo de alegría porque coincidía con el santo de su madre y con la felicidad programada de un día de campo y, ahora, es un día de difuntos de verdad. Al cabo de los años y tras la muerte de su padre y de su hermano, la familia está rota y él siente un ahogo duro:                                                 (…)

                                    en nuestra casa rota, disgregada, / al retortero ya como la angustia,

                                    y, distante, no puedo / dejar sobre los nichos

                                    de mi padre y mi hermano,/ más que este ahogo duro.[20]

                                                           (…)

            En el último poema se lamenta de que, debido a la guerra y al exilio, no llegara a conocer a tantos magníficos poetas andaluces como Cernuda, Federico, Prados y Altolaguirre: la gloria y la injusticia van de la mano.

            En conjunto, aunque fiel a su estilo, este libro aún está alejado de la depuración estética que se inicia con Homo loquens.

            Su admiración y amistad por el poeta gaditano exiliado en Francia, Carlos Edmundo de Ory, le llevó a escribir Metaory (1979). En la misma entrevista al diario ABC reseñada anteriormente, se señala que, aunque publicado en 1979, fue escrito diez años antes “tras el baile por diversas editoriales”. Y después se dice que Hernández “amplía su abanico temático, y, junto a una parte expositiva de la situación andaluza de esos momentos en los que escribió el libro, el poeta incluye un homenaje dedicado a Carlos Edmundo de Ory y un recorrido de experiencias personales, de tipo social y cultural”.

            En el segundo poema del libro nos presenta a de Ory con todos los atributos del poeta maldito. Antecede al poema una cita de Marrou en la que se describe a ese tipo de personaje que parece un fracasado entre los hombres, que está al margen de la vida política y mundana, con el pensamiento siempre puesto en lo sublime; pero sólo él es libre. Así, recurriendo a versos alejandrinos sin rima y haciendo uso de paradojas, nos lo describe como:

                                                           ()

                                   eco de una derrota donde habitara el éxito,

                                   reflejo de un dolor plagado de esperanzas.[21]

                                                           (…)     

            De Ory es un personaje distinto, libre en su dolor, que asume su destino de vagar sin lindes. También se imagina su nostalgia y su capacidad de asombro ante la belleza del mundo, su ingenuidad infantil que desde niño sólo se ha dedicado a crear con su imaginación, veo tus ojos llenos de nada más desear.[22]

            Como todos los poetas, de Ory también se mortifica por la posesión de la Belleza, de la Eternidad, y sufre por las cosas que se van si han sido por él deseadas, o por las que no están, porque el deseo de poseerlas empequeñece la intensidad de la felicidad presente. Así, Hernández, en el quinto poema recuerda un paseo con su amigo por Sevilla y nos dice que, aunque hizo lo posible por quedarse con lo mejor de la ciudad y, aunque nunca tuvo tanta belleza circundante, sé que no vas feliz[23]. Paradójicamente, es un poeta errabundo que no puede caminar porque ama la belleza. Lo ve extasiado en busca del cielo azul; sin embargo, él ve nubes.

            Llegados a este punto, creemos conveniente matizar el concepto de belleza. Es normal que la sociedad acepte como bello lo que convencionalmente se considera estético y se ha asimilado así durante siglos. Sin embargo, para el artista este concepto se amplía de tal manera, que puede incluir incluso lo considerado antiestético o extravagante. La belleza es más una impresión del espíritu que se deja conmover por la singularidad de algo externo a él. Nada más exquisito para entenderlo que el famoso poema de Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez, “La negra y la rosa”.

            También hay poemas dedicados a él mismo: su culpabilidad por haberse ido a Madrid a pesar de la oposición familiar, culpabilidad que no le hará cambiar de decisión, su vida bohemia (pobreza, relación esporádica con alguna mujer no deseada), la mezcla incluso con recuerdos de su infancia (el aprendizaje hueco que recibió en el colegio), etc.

            Pero como poeta de hondos pensamientos, en el libro también aparece una referencia al dios que le inculcaron (lóbrego, que no abriga), al que hay que seguir más por miedo que por convencimiento. Con los años, cree en un modelo de santidad contraria a la que le enseñaron.

            Tiene, asimismo, un recuerdo para Andalucía a la que define como un paraíso en grietas.

            Con este libro, Hernández cierra una primera etapa caracterizada por una conceptualización suave y por una mezcla de temas íntimos y extrapersonales. Su estilo se aleja de los vanguardismos y de la experimentación. Nuestro autor prefiere acogerse a la tradición literaria (Manrique, San Juan de la Cruz, Salinas, Baudelaire, Rimbaud…) y enriquecerla con su propia experiencia personal y con su lenguaje poético. Y aunque guarde alguna conexión con otros grandes poetas a quienes conoció personalmente como Luis Rosales o Gil de Biedma, insistimos en que desde muy joven supo encontrar la voz de su autenticidad poética.

            Lo que sí supuso un giro hacia su camino a la depuración y a la perfección formal fue Homo Loquens (1981) con el que obtuvo el Gran Premio del Centenario del Círculo de Bellas Artes. El libro, en su conjunto, es más lírico, profundo y personal que los anteriores; tiene poemas de gran refinamiento sensorial y estético que lo convierten en uno de los mejores. Su poema “Lo que nace de mí no tiene orillas” viene recogido en la antología de Fanny Rubio antes citada, libro con el que sus antólogos inician un recorrido por la poesía española desde la Generación del 27 hasta Antonio Hernández, y que ha sido utilizado en algunas facultades de Filología Hispánica de nuestro país como texto imprescindible.

            Para comprender el refinamiento antes aludido, sirva de ejemplo el primer poema en el que compara las distintas fases de intensidad de la luz en varios momentos del día con los estados de ánimo del hombre. La tierra no parece la misma durante el crepúsculo que a mediodía; antes de anochecer transmite su pérdida de fe. El ser humano también declina a esa hora y le asalta el recuerdo. Somos (…) la incertidumbre que interroga, y en la noche la luciérnaga que alumbra más que un faro.

            El tercer poema, formado por versos heptasílabos y tetrasílabos, puede entenderse como una revelación vital y como una poética. Supone, además, un ejemplo de desnudez y de esencialidad:

                                               He entendido por fin

                                               que escribir es amar

                                               sin amor que te bese.

                                               Comprendo que la luz

                                               solamente se enciende

                                               cuando se va apagando.

                                               He entendido que el sueño

                                               es a  la vida

                                               como el misterio al rito.

                                               Y, por eso, he aceptado

                                               que no hay que buscar temas

                                               para hablar

                                               sino dejar que hablen

                                               nuestras sombras.[24]

            En el poema “Hay poetas que buscan la mentira” nos habla de la gente y de los poetas falsos, de los que no se entregan, de los que no muestran la humanidad por miedo o por vergüenza. Destacamos la belleza de algunos versos que se acrecienta con el empleo de paralelismos y encabalgamientos:          

(…)

                                               Hay quien habla marchito

                                               de las cosas

                                               sin dar su perfume.

                                               Solamente los ojos

                                               sin el olor que alumbra;

                                               solamente la boca,

                                               sin el gesto que habla;[25] (…)

            Como se ha dicho de otros grandes poetas, con este libro, Hernández transforma en universales unos sentimientos e impresiones personales. Al tema clásico del tempus fugit que  plantea al contemplar unas piedras, le da la vuelta, lo reinterpreta, para concluir que vivir eternamente no proporcionaría la gloria que un instante proclama; es decir, no se imagina una vida eterna con tanta intensidad como la que puede atrapar en un instante.

            En un libro tan espiritual y filosófico no falta el tema del pasado, el cual aborda en un poema técnicamente muy depurado. El pasado es el saldo de lo nítido, pues ya se ha vivido, pero, también, la casi seguridad de que el futuro se le puede parecer mucho.

            A continuación, en un ejercicio de alta precisión literaria, se refiere a los sentidos corporales:  vista, oído, tacto, gusto y olfato, siendo éste último, según el poeta, el que nos descubre el alma de las personas o de las cosas y el vínculo más fuerte en la memoria de un niño o de un joven que recuerda su sexualidad

            El poema “Cuando la vida se me desnivele” supone una interesante reflexión sobre la llegada de la decepción, del abatimiento vital. Le pide a su mujer que cuando se acerque ese momento no se avergüence de seguir teniendo ganas de vivir, de mostrar su entusiasmo, pues él desea que la fuerza de ella no se transforme pues, a pesar de todo, él seguirá trabajando en sus poemas.

            Enlazado con el tema anterior, nos confiesa que para defenderse de los embates del destino, sólo tiene su corazón. Es tan humano, que está a la intemperie de lo que la vida le exija (dolor, sacrificio, alegría…), aunque esa generosidad es el mayor antídoto contra la muerte:

                                               (…)

                                   Y puesto si así eres

                                   y no víscera o sangre,

                                   ¿quién te rige

                                   sino la resistencia a ser ceniza?

                                   Mi corazón, esta respuesta que ama.

                                   Mi impulso estacionado entre los astros.[26]

             El poema veinticuatro nos recuerda que el ser humano es algo incompleto que puede captar con la vista un universo que no puede poseer; tema metafísico de gran tradición literaria:

                                               (…)

                                   Porque si se abre una puerta

                                   nos regala su gesto, no su espacio.

                                   Y si miramos a un niño

                                   su sonrisa nos viste, no su cuerpo.

                                               (…)

                                  

(Somos)

                                   esqueletos medidos por la duda,

                                   arriada deserción de la armonía,

                                   inacabada hechura de misterio.[27]

            Cierra el libro con un poema sobre la fugacidad de la vida, la inconsistencia de todo,  lo efímero; temas que él sabe actualizar a pesar de sus reminiscencias clásicas y barrocas:

                                                           (…)

                                   no es tan breve la vida si se agota en un beso.[28]

             Este verso es magnífico por su condensación, porque ha sabido expresar en doce palabras la esperanza de cualquier ser humano de encontrar en lo efímero lo eterno.

            Como ya señalamos anteriormente, con el libro Diezmo de madrugada, 1981, (Premio Leonor de Poesía), Hernández se centra en uno de los episodios más dramáticos de su vida: la prematura muerte de uno de sus hermanos.

            Hay bastantes poemas dedicados a su memoria, pero también intercala otros en los que analiza la soledad, su relación matrimonial, el presentimiento de la muerte, el paraíso perdido de la niñez, el desconocimiento de uno mismo, etc.

            La parte elegíaca rememora su figura de varias formas: primero nos sitúa ante el luctuoso hecho y se nos describe la perplejidad del entonces muy joven A. Hernández. A través de preguntas retóricas se interroga sobre las posibles causas que pudo tener el destino para actuar de tan caprichosa manera. El sentimiento de dolor es tan profundo, que recurre a la hipérbole para dar cuenta de la dimensión de su herida:

(…)

                                   ¿Por qué el sino arrancó la juventud

                                   si es hoguera de dioses

                                   y es dios para acabar tan solamente

                                   cuando en belleza se derriba el tiempo?

                                   Aquella tarde envejeció el silencio.[29]

            Inevitablemente, se nos viene a la memoria el parlamento de un padre que tampoco comprendía por qué la veleidosa Fortuna había truncado la vida de su joven hija siendo él un anciano que ya había vivido lo suficiente. Nos referimos, claro está, al famoso planto de Pleberio, al final de la inmortal obra La Celestina.

           

El poeta con su esposa Mari Luz, su musa.

 

            Seguidamente, el poeta recuerda que su hermano ya desde pequeño no manifestaba una alegría plena; era como un río que siempre se entregaba, pero su lumbre era perezosa, por eso él ya entrevió su muerte prematura.

            Le sucede en el poema tercero el momento de la aceptación, de la resignación: le confiesa su amor y al cabo del tiempo reconoce que todo lo que vive intensamente muere pronto, como el jazmín.

            En el poema “Nunca hemos sido más” recrea el tema del paraíso perdido de la niñez. La composición sobresale por el uso de recursos rítmicos y por la estratégica colocación de las palabras que provocan en el lector los sentimientos contradictorios de alegría por aquellos inocentes años y de melancolía por la pérdida de todo lo bello.

                                                           (…)

                                   Estábamos allí desprevenidos;

                                   de rubios, matizados, oferentes,

                                   sin más espera que la de la vida

                                   mientras que ya la muerte rodeaba.[30]

            A él no le importa sufrir con el recuerdo porque lo que necesita es retener su memoria, eternizar la herida, no cicatrizarla.

            Cambia de repente el tono y emplea versos más largos para describirnos algunas simpáticas escenas de la vida matrimonial, pero ese paréntesis no lo aleja del tema principal y de nuevo reflexiona sobre las consecuencias de la muerte de su hermano. Siente que la tristeza que se macera durante años lo conduce a la hermosura, a la dignidad; entiende mejor la vida, la naturaleza. Éste constituiría el último momento en el proceso de entender la muerte de su hermano:

                                                (…)

                                   Ah, la tristeza.

                                   Por qué será de miel en ocasiones

                                   la tristeza.

                                   Ahora lo veo todo

                                   como si hubiera tenido que ocurrir

                                    para la hermosura.[31]

            El vaivén de las emociones se aprecia visiblemente en su poesía. Tras momentos de aceptación, días de negro pesimismo que otra vez pueden reconducirlo a la esperanza. El poema “Pienso en la luz” lo ejemplifica: después de un duro presentimiento de su propia muerte, el poema se va expandiendo en un intento por calar en el alma del ser humano. Por medio de preguntas retóricas se plantea un tema tan antiguo como el hombre, cómo conocerse a sí mismo. Los que han conocido sólo una faceta de él, ¿se han detenido ahí?, ¿quién lo conoce realmente si él es una sucesión de inmediateces y cuando cree comprender cómo es cada yo, ya se ha transformado en otro?

                                                           (…)

                                   Quien me viera llorar

                                   tan solo supo eso, no otra cosa.

                                   Quien vio mi boca abrirse a la alegría

                                   ¿en qué nombre pensó como campana

                                   de mi gozo?[32]

                                                           (…)

            Con tres heridas yo, 1983 (Premio Miguel Hernández de Poesía), sigue el proceso de estilización comenzado con Homo Loquens. La palabra es una herramienta de tal precisión y hondura, que llega a decir en el primer verso del poema séptimo: Contra natura, el verbo; que eso soy.[33] La palabra explica el mundo, pero también lo inventa, como si de una metarrealidad se tratara. La primacía del lenguaje fue una constante en muchos poetas a partir de los años setenta, pero el acierto de Hernández fue no resguardarse sólo en el formalismo estético, cultista, como hicieron otros, sino mostrarnos la vida que se ocultaba tras cada palabra.

            El título del libro hace referencia a unos famosos versos de Miguel Hernández: Con tres heridas yo: / la de la vida, la de la muerte, / la del amor. En él se expresan muchas de sus inquietudes, insistentes recurrencias, pero analizadas desde la perspectiva de su creciente experiencia vital y literaria. Tal es el caso del soberbio soneto construido con antítesis que de nuevo nos habla de su cambiante naturaleza. Él mismo se sorprende de que su corazón haya podido acompañarlo en tan largo viaje:

 

                    Un día la esperanza y otro el miedo.

                    Un día el dolor y otro la armonía.

                    Pasar de la tristeza a la alegría

                     como quien pasa por un puente acedo.

        

                    Monte con sol. Y sima. Luz y enredo.

Lazarillo de égloga o elegía.

Niño un día, anciano en otro día,

cometa al viento, corazón que no he do-

 

minado aún por más que bien me asiste

en su rapto de vértigo o de gozo,

desconocido con mi misma cara.

 

Y siendo así no sé cómo pudiste

acompañarme: agua de mar y pozo,

                     arcángel que en demonio derivara.[34]

            El amor, presente ya en su primer libro, aquí se precisa con muchos más matices. En el poema inaugural llega a decir que si hay amor, el hombre triunfa; redundando en la idea, en el tercero expresa que Mari Luz cambió su vida y le hizo sentir el Paraíso. Nos regala, además, una clásica descripción física de la amada en el cuarto, pero también nos confiesa en el undécimo que hay algo en él que le impide alcanzar la plenitud, la felicidad. El amor también se transforma con la llegada de los hijos. Refiriéndose a su hija Violeta, dice:

                                                           (…)

                                   Si se quedara así, si no creciera,

                                   ¿qué cosas temeríamos?[35]

            O se decanta por el dolor. Ella se separó de él durante una temporada y el poeta se volcó en sus libros, aunque se sentía extraño, hasta que volvieron a encontrarse y él renació a la vida:

                                                           (…)

                                   Y un día, cuando el año era su sombra

                                   y era diciembre mes y testamento,

                                   volviste en una calle a tu mirada,

                                   la que yo percibía entre mi olvido

                                   más completa que tú.[36]

(…)

            Destacamos el hermoso poema XXVI que habla de la nostalgia, del paraíso perdido y de la imposibilidad de recuperar la felicidad pasada. El rigor y la sensibilidad se conjugan armoniosamente. Recuerda la casa de su infancia y lo feliz que fue en ella; sin embargo, la paradoja es que si pudiera regresar allí, tampoco iba a ser mía como entonces / la casa, aquel temblor. Porque su destino es:

                                   El destino del hombre que no busca

                                   su plenitud sino en lo que se escapa.

                                   Le faltarías tú a aquella casa.

                                   Sin nuestros hijos no tendría aroma.

                                   Sobraría el recuerdo en mi tristeza.[37]

                        Algo frecuente en este poemario es comenzar algunos poemas como terminaron los inmediatamente anteriores para producir un efecto de continuidad, de fluidez en el desarrollo. El poema XXIII constituye una muestra. Cuando era joven e inocente era primavera de Espacio Espacio Espacio. Es una forma muy bella de expresar que cuando el hombre vive intensamente, no siente los límites de lo creado, sólo la luz, la esperanza, el renacer continuo, como cuando te quiero, nos dice él.

            Si poesía es “palabra en el tiempo”, como decía A. Machado, la de Hernández es juego en el tiempo y, a veces, tiempo en estado puro. En el poema XIV la nevada de un día de abril le hace meditar sobre su futuro; algún día, piensa, se sentirá así, un anciano con un rapto de juventud que a través del recuerdo irá a la primavera.

            En 1985 publica Compás errante, (Beca a la Creación) libro que supone una vuelta a los temas andaluces, centrándose en el fenómeno del flamenco. En la síntesis de contraportada se lee que el tema “es abordado desde una visión personal extraña al tópico o a cualquier registro anterior”. Estamos de acuerdo con esa afirmación como poco a poco se irá comprobando.

             En el primer apartado, “Visión de un sueño”, Hernández  se sitúa en la noche de los tiempos para explicarnos que por entonces no existía la voz ni la palabra; después, surgió el sol y el hombre descubrió lo que era la belleza aunque no pudiera nombrarla. Progresivamente, éste comenzó a conocer el desconsuelo, el deseo, la trascendencia, Y apareció el deseo de ver sol y gritarlo.[38] En estos poemas del principio usa alejandrinos de rima asonante en los pares y abundan las esticomitias para ahondar en lo que está describiendo.

            Poco a poco, el hombre va intuyendo lo que es Dios y analiza que mejor habría sido que Éste no hubiera nacido, porque a partir de entonces consiguió sacarlo todo de la cabeza para después devolverlo con el rezo al alma, porque esa voz juzga a cada uno en lo que es y no habría conseguido ser sin ella; y, al final, el hombre se queda dormido entre las plantas, que puede ser un símbolo de Dios. Este poema que se llama “Palabra en el destino”, está magníficamente estructurado en cuatro serventesios de rima asonante y se remata con dos versos que también riman en asonante con lo anterior. Tiene la particularidad, además, de que cada estrofa comienza de la misma forma:

 

Fuera mejor no haber nacido –dijo

el hombre- Dios, sin esta voz que abre

el corazón y lo hace como un río

que es de todos y en todo se reparte.[39]

            El sustantivo Dios siempre lo sitúa en el centro adrede y, a continuación, emplea el encabalgamiento que hace que destaquen palabras claves en cada estrofa: “abre/ el corazón”, “saca/ de la cabeza”, “lega/ a cuanto he visto”.

            Por fin, en el poema “Alumbramiento” aparece “la voz con sus motivos” que se convirtió en un clamor eterno.

            El segundo bloque, “Arribada al cantar”, nos describe  la llegada del cante al sur,  

                                                           (…)

                                    Bandera, al fin y al cabo, de dolor y arco iris,

                                    de impotencia y de fuerza en la jaula aireada.[40]

                                                           (…)

y la reacción del poeta a medida que lo va conociendo. Al principio, intentó comprenderlo más con la razón que con el corazón, hasta que llegó a sentirlo y, con él, le sobrevino la iluminación de lo que era Andalucía:

                                                            (…)

                                    Y mi vida fue el mármol roto por el temblor.[41]

                                                           (…)

                                    Después de aquella noche bautismal, yacimientos

                                    de corazón poblaron mis instintos,

(…)”[42]

            La tercera parte, “Apartado gitano”, comienza con el poema “Envío” en el que describe la seguiriya gitana con diferentes metáforas: un calambrazo, un terco torbellino, una protesta fiera y descomunal, una encendida y boreal tristeza.

            Los gitanos de antes son los mismos que los de ahora, con los mismos oficios pasajeros, que esperan nuestro consentimiento para entregarnos su música y su herencia de siglos. En cualquier territorio ellos siguen una misma ley:

                                                           (…)

                                    adolecer al sol, a la noche estrellada,

                                    a la incontaminada orfandad de los astros.[43]

            Pertenecen a cualquier lugar y a ninguno, son huérfanos que siguen la luna.

            En el “Apartado payo” nos habla de los payos que trabajaban duramente en el campo o con el martillo. Su destino también era cantor desde una vieja estirpe, y tantos éstos como los gitanos:

                                                           (…)

                                    trenzaron una larga estela de compases

                                    que era el amor del tiempo.[44]

            Los pobres, acostumbrados a soportar con paciencia todo lo que el destino les deparase, tenían en la paciencia oculta la rebelión que les llevaría al cante, a “la voz tronante”.

            El “Apartado de la guitarra” es uno de los más literarios. Se suceden las imágenes para definirla en todos sus contrastes. Los versos finales del poema I son una buena muestra de lo que acabamos de decir:

                                              

 

 

(…)

                                    La parte de la fe

                                    que hay en la duda.

                                    La parte del calor

                                    que hay en la lágrima.[45]

            A continuación rinde homenaje a algunos de los más grandes guitarristas flamencos como: Manuel Parrilla, El Morao, Manolo Sanlúcar (alegría, claridad, sensualidad), Paco Cepero (ha unido el mar y el campo en su estilo), Paco de Lucía (su genio lo enmudece todo y trae/ el corazón de Dios para la tribu).

            También a los bailaores: Antonio Gades (miel y dolor trenzados), Antonio El Bailarín, Mario Maya, Manuela Vargas (amar es suplir la agonía).

            Y, por último, a los cantaores. El “yo” del cantaor incluye en su sufrimiento al “nosotros” y expresa cómo se va arrastrando la muerte / por la vida.

            Menciona a El Lebrijano, a Fernando Terremoto,  Manolo Caracol y a Antonio Mairena, entre otros.

            Con Indumentaria (1986), Hernández vuelve a los temas más íntimos. Formalmente observamos cómo los poemas se abrevian y los versos se hacen más cortos. Es una vuelta a la esencialidad tras el paréntesis de Compás errante.

            Retoma temas como el del mito del eterno retorno, pero referido a él mismo (hubo un tiempo en que no estaba centrado, ahora ha vuelto a encontrar su propia identidad):   

                                                (…)

                                    Todo gira y se enlaza.

                                    Todo nace en su olvido.

                                    Así la vida y su deslumbramiento.[46]

            Como experto observador del paso del tiempo y los estigmas que éste suele dejar en el alma, se plantea en versos endecasílabos sin rima de qué manera la presencia, a veces irremediable, de los recuerdos del pasado pueden hacer flaquear las esperanzas en el futuro.    Pero ya comentamos que por muy pesimista que pueda resultar el contenido de algunos de sus poemas, siempre deja abierta una puerta a la esperanza. Así, inspirándose en parte en un verso de Quevedo, “¡Ah! de la vida”, acepta que ésta pueda destruir las ilusiones de una persona (él se refiere a sí mismo cuando de pequeño el agua del mar destruyó su castillo de arena tras subir la marea), pero no mata del todo la fe en uno mismo, el destino para el que ha nacido: “Pero quedó el juglar”. Este poema es un excelente ejemplo, además, de cómo la fuerza lírica puede difuminar la presencia narrativa.

            Tiene, también, su espacio el amor. El titulado “Poema de amor”, quizás sea el más breve de todo su poemario. Por su sencillez y simbología es también uno de los más bellos:

                                   Ninguna gaviota

                                   ha llegado a mis manos

                                   sin tus alas.[47]

            Otro poema bastante conceptual es el titulado “Para no volver”. A cierta edad la fe en la vida es mentira porque lo triste no es ser viejo y vivir, sino ser joven en la memoria.

            Incluye también ingeniosos poemas como “Cántaro nuestro” y “Palmera” que nos recuerdan a algunos de la Generación del 27:

                                    Plumero grácil

                                    del cielo

                                    del sur.

                                    Si faltas en algún parque

                                    la infancia estará incompleta,

                                    sin su ángel de la guarda

                                    el aire.[48]

            No sólo describe la palmera con esa metáfora, que bien parece una greguería, sino que nos introduce en el sentimiento lírico, subjetivo, con el que se engrandece definitivamente la visión. Todos saben que el ingenio sin connotación personal se reduce a un juego conceptual-verbal que deja frío al lector. Sin embargo, cuando el poeta nos regala su mirada, vemos de forma novedosa la realidad y nos llega al corazón. Eso sucede con el poema “Antropolivos” en el que compara a los viejos olivos con los hombres:

                                    A los más viejos

                                    el tiempo les ha encendido

                                    una luz de pureza

                                    o de cansancio.

                                    Como si fueran hombres

                                    tienen gesto de cruz,

                                    eco de lejanías.

                                    Se parecerían más a ellos mismos

                                    si erraran por el mundo.[49]

            La rabia e impotencia dirigida a Dios que parece divertirse veleidosamente con el hombre como un niño con una bola en la mano, también aparece en este libro. El poema al que nos referimos es “A tumba abierta”, ejemplo de contenido patetismo, pues sólo al final descubrimos la causa de su rabia:

                                                (…)

                                    Un niño ha muerto

                                    y ha dado a luz la sombra.[50]

            El contenido nihilista del poema “Nada”, es al mismo tiempo un canto a la vida. Son muchos los poemas metafísicos que ha escrito el poeta, pero quizás sea éste uno de los de más lograda intensidad:

                       

Amar, odiar, sentir,

                                    llevarlo hasta los huesos,

                                    impregnarle su usura

                                    de miedo y de alegría,

                                    inundarle la cal

                                    de besos y de lágrimas,

                                    enllamecer el tuétano

                                    y rasparle el olvido

                                    hasta que la materia

                                    concluida confiese

                                    nuestro origen, su espanto.[51]

            Destaca el empleo de infinitivos, dos de ellos con significados antitéticos, y de sustantivos abstractos que se avienen perfectamente al tema.

            Dedica al final unos poemas a Andalucía, su amor más fiel. Uno de ellos “Alma mater” resume la esencia de lo andaluz: nuestro estoicismo nos hace seguir vibrando después de las derrotas; también tenemos palabras dulces para el que nos humilla. Quizás, dice el poeta, el andaluz capte mejor que nadie la transitoriedad del hombre en el mundo, por eso su actitud (contraste entre alegría y pena) es hermosa.

            En 1990 publica Lente de agua (I Premio Despeñaperros de Poesía), que aporta una novedad con respecto a los que llevamos analizados: sin perder el sentimiento lírico, hay una fuerte presencia de lo épico, de lo narrativo.

            Comienza con “Puente del alba”, auténtico homenaje a España. Panegírico con el que abre su corazón y confiesa que ama a su país a pesar de sus contradicciones, de sus errores, atrasos, locura, folklorismo; pero, a pesar también de su genialidad, como un hijo que hace la vista gorda a los defectos de sus padres.

            El primero en la línea narrativa es: “Almendros de la nieve” que nos sugiere el tono de un romance tradicional de tema morisco, con gran destreza rítmica -aunque carezca de rima- y honda sensibilidad. Ante la imposibilidad de regalarle un paisaje nevado a su amada Fátima, el rey moro de Sevilla Al-Motamid plantó un sinfín de almendros que tapizaron de nieve los sueños de su amada. Y en su presente, el poeta le pide a Al-Motamid que lo incite a sembrar almendros cuando su amor se escapa. No sabemos si es más bella la historia o la forma de contarla, porque las dos están perfectamente conjuntadas.

                                   Semilla de la sierra,

                                   Fátima había sido

                                   una intención de nieve.

                                   Sus ojos liminares

                                   contemplaron la plata

                                   inacuñable y pulso

                                   de las aguas nativas.[52]

                                               (…)

            Otro poema narrativo es “Una historia de Arcos”, leyenda de tema amoroso: la hermosa Zoraida que fue encerrada en la Peña por un reyezuelo árabe de Arcos mientras él resolvía unos asuntos políticos, se tira al vacío cuando transcurre más tiempo del debido y él no regresa. La leyenda la transforma en un buitre enamorado que se proyecta en la marquesa que es quien cuenta la historia. “Apócrifo de Abul” es la tercera historia: el protagonista, un árabe, se deja convencer por la premonición de un judío que intuye malos tiempos para los no cristianos y decide marcharse con su mujer de Al-Andalus, no sin antes recordarle a ésta que se lleve las mejores flores, una cántara de agua, una rama de olivo y un puñado de cal. En “Lengua de Sefarad” los protagonistas son los judíos que también se tuvieron que marchar. Nuestra tierra les puso “leche y miel” en la boca para después quitárselas.

            “Historia de España” nos revela el cambio de percepción que sufrió el poeta desde su infancia cuando en el colegio le enseñaron las hazañas de los grandes caballeros cristianos como el duque de Medina Sidonia o el conde de Arcos, y después descubrió que casi todos ellos luchaban más por sus intereses que por otras causas. Perdió la fe en ellos. Sólo leyendo a los místicos comprendió que su patria era más grande que su tierra.

            Le dedica también un poema a Cervantes:

                                                           (…)

                                   pues dio a la vida

                                    la luz que el sol no tiene ni los astros,

                                    el grande, el infinito Caballero

                                    de la Triste Figura

                                    para salvar sin fecha todo el género humano,

                                    para salvarnos de nosotros mismos.[53]

            El último poema,”La caracola”, se refiere al recuerdo de la Guerra Civil, que, como el sonido de una caracola, reaparece de vez en cuando. Hay que llevar ese recuerdo con levedad, dice el poeta:

                                                            (…)

                                    Como el amor que ha muerto

                                    y olvidado parece

                                    pero tiembla un mal día.[54]

            En una entrevista concedida al Diario de Cádiz el 29 de abril de 1994, el propio Hernández nos habla de otro de sus grandes libros Sagrada forma (Premio Jaime Gil de Biedma). A la pregunta del periodista sobre el significado del libro, el artista responde: “Como dice la contraportada del libro (…) es un viaje real o imaginario hasta el origen, hasta el mundo como referencia a una nada que se hace en el hombre resistencia a fin de que no termine en puro olvido. Hay un interlocutor hipotético, la amada, a la que el poeta le cuenta en silencio sus sensaciones, su idea de la muerte, etc., mientras se va cumpliendo el viaje, hasta llegar al punto de partida. (…)”

            Con este libro, el poeta regresa una vez más a su mundo intimista y elige una austeridad no exenta de ricos y variados matices expresivos como vía de perfección formal, recursos con los que consigue universalizar su poesía. En la entrevista antes citada nos aclara: “(…) la universalidad de la poesía no la da el asunto, sino la forma según se trate el mismo (…)”

            Un ejemplo de esta perfección y variedad de matices expresivos son estos tres versos del cuarto poema:

                                                           (…)

                                    existir es clavarse en una herida

                                    que nos riza y nos mece y nos recoge

                                    como si niños huérfanos cantáramos,[55]

                                                           (…)

            Interesante también el segundo poema en el que reflexiona sobre las trampas de la libertad y de la inteligencia. La primera, en su caso, sólo le sirve para escribir y apartarse de la vida pensando sobre el mundo y su origen; es decir, la libertad para escribir, paradójicamente, le impide vivir con plenitud. Y, la segunda, porque no sirve para forjar el destino, pero sí  ayuda, en cambio, el instinto.

            El poema octavo nos recrea un ambiente de fuertes imágenes oníricas con gran plasticidad: de noche, cansado, llegan voces a su cabeza como si fueran espectros alrededor del fuego, que le hablan de la vida, de lo poco que cambia ésta. Pasado y presente se juntan como si fueran las voces de la inspiración contra la orfandad del mundo. Usa versos largos y polimétricos.

            En el noveno reaparece otra de sus obsesiones literarias: el paraíso se ensombreció con la muerte y Dios parecía celoso porque a Él le faltaba para completarse lo que sólo el hombre poseía: morir de muchas formas:

                                                (…)

                                    Morir de escalofrío,

                                    de un beso, con el mismo

                                    tamaño de la vida,

                                    que es envés de la muerte.[56]

El poema undécimo es bastante largo y uno de los más interesantes. Usa, como es habitual en él, versos polimétricos y un vocabulario extenso que persigue el rigor y la  claridad, pero que no llega a ser afectado u oscuro. En él se aprecia el sufrimiento del poeta, un hombre con tanta sensibilidad que, aunque pasen los años, sabe seguir sintiendo la belleza nueva y eterna de cada nuevo día, la fragilidad de esa belleza y la inexorabilidad del paso del tiempo (tema este muy tratado en la historia de la literatura pero que él ha sabido enriquecer con la originalidad de sus imágenes y la autenticidad de sus sentimientos; su conceptismo no es postizo, sino que constituye una vía ética-estética para profundizar en  el dolor de vivir). Aunque la nada y la muerte acechan  y acotan todo lo que el poeta mira, y aunque la desesperanza parece que lo domina al final (él se siente como (…) un garabato/ en esa inmensidad), el lector sucumbe a la belleza sensorial del poema que hace que se oculte su nihilismo, como si de una representación del alma andaluza se tratara: pena honda por dentro, capacidad de admiración, de adaptación, por fuera:

                                   Sé que el día vendrá lleno de orden

                                   en su azul. Que en la ola de ese canto

                                   por el que el sol traza los seres

                                   y la materia inanimada

                                   se irá pintando un lienzo

                                   en el que estoy apenas perceptible

                                   como una palabra entre tantas

                                   de las que fueron escritas.[57]

                                                           (…)

            Hondamente espiritual también el duodécimo que nos recuerda por momentos el genial Hijos de la ira de Dámaso Alonso. Se dirige a Dios, como en otros que ya hemos analizado, y se pregunta si la tarea del hombre de intentar comprender los misterios divinos tiene sentido. Finaliza con un ruego a Él dirigido: que deje al ser humano disfrutar de la sencillez para que las arrugas sólo surquen el cuerpo y no el alma:

                                                           (…)

                                   ¿Tiene sentido que te comprendamos,

                                   Señor de los misterios?

                                   Sálvanos, Dios, de nuestra claridad;

                                   danos, por ella, la belleza sencilla

                                   para que las arrugas sólo surquen el rostro.[58]

            En el poema decimocuarto le pide al corazón que viva intensamente, pero que  su fugacidad construya un nido:

                                   Pero apúrate, apura, corazón,

                                   sé como leña seca por el fuego,

                                   como el cometa errante en el espacio,

                                   como el cante flamenco en la garganta:

                                   una fugacidad que ha hecho un nido.[59]

            Conectado con este tema, como espectador que viaja en un tren y observa a las personas, los paisajes… deduce que el tren se convierte en una especie de urna que hace fugaz lo eterno (los pueblos, los paisajes…) y eterno lo fugaz (la vida en movimiento, el propio tren…)

            Dedica poemas a la naturaleza: a la luz, al amanecer, al anochecer… Unos son más sensoriales, otros más abstractos; como, por ejemplo, el número veinte, donde nos descubre a medida que su palabra va avanzando como el sol en el amanecer, cómo el alma de las cosas no aparece hasta que no les toca la luz nueva de cada día.

            En el último poema, el que da título al libro, el poeta se “confiesa”, se libera y es capaz de tomar la vida aunque sólo sea por un día ahora que ya ha perdido la pureza.

                                                           (…)

                                   en medio de la tumba y de la luz, es gloria

                                   pensar que me arrodillo en mi río y con agua

                                   bendita me persigno, me confieso de toda

                                   ausencia y, perdonado, tomo la luz, los aires,

                                   el sol, la brisa, el mar de allí, como quien toma

                                   en un domingo claro que es orilla de un dios

                                   la eternidad de un día de la sagrada forma.[60]

            Según el prologuista de Habitación en Arcos, Miguel Galanes, hay temas en este libro que ya aparecieron en El mar es una tarde con campanas: “Identificación con la naturaleza-río-conocimiento-amor; preocupación por el hombre desde su situación más personal; aceptación del origen y pureza de lo andaluz frente al vacío más folklórico”. Y más adelante continúa: “(…) las alusiones a la infancia, a la cotidianidad pasada, más que rememoración de una historia, se presenta en su atractivo estético desde su equilibrio entre conocimiento y manejo de un lenguaje y de unas sensaciones propias por ya vividas. Realidad, instantaneidad, magia, fascinación y contagio retoman su historia más personal hasta convertirla en un espacio poético siempre presente”.

            En el Diario de Cádiz de 10 de junio de 1997, el poeta explica en una entrevista el origen del libro: “Responde a una anécdota, que puede ser ilustrativa: un día de 1990 me encontré con que algunos de mis amigos arcenses fueron a despertarme al Hotel El Convento, donde me hospedaba, con la intención de un homenaje rendido por el propio hotel, consistente en dedicarme una habitación del mismo sobre la Peña, para que fuera allí a escribir cuando me diera la gana. La fiesta duró todo el día y, según el libro, se supone que durante toda la noche hice un recorrido por mi vida y mis deseos, por mis frustraciones y esperanzas y, en definitiva, en una atmósfera de claroscuro, entré en el pasado con intenciones catárquicas, a fin de recuperar mi paraíso perdido en un ejercicio de reflexión y memoria lírica, que dura lo que mil doscientos versos (…)”

            El libro se divide en cincos cantos. En el primero, el poeta vuelve al pasado y su tierra natal le da fuerza moral para no sentirse derrotado; aunque no deje escapar la oportunidad de sincerarse con su acostumbrada desnudez:

                                                           (…)

                                   De esa manera amo, tan tajante, y sin caricia,

                                   o con la caricia sin tacto de Tántalo ofrecido.

                                   Si puedo ver mi tierra, nunca sufrí derrota.[61]

                                                           (…)

            Reconoce que le emociona volver a ese pasado, pese a que también encontrará dolor. Por sus calles fue niño y le visitó la muerte, pero no era aún su momento. Refiere que habría sido invulnerable si no hubiera sido porque siendo joven asistió a la muerte de seres queridos (somos las personas que amamos, dice). Sufrió mucho, se desilusionó. Ahora que recuerda, recrea y anota su pasado, siente como un poder sus años.

            Nombra y recuerda a miembros de su familia. Y todos los temas los va engarzando con insólita fluidez, para concluir que la poesía lo ayuda a olvidar que soy sombra que anidará en cenizas, y que la ficción no es menos verdad que la realidad, verdad es la ilusión.

            En el segundo canto, el recuerdo de su casa, de su padre y de su madre, de los negocios familiares… le hace reflexionar sobre las contradicciones de la vida, la emoción ante el espectáculo de la belleza, la transitoriedad de lo creado o la perennidad de Arcos, lo único permanente.

            Estos versos son, asimismo, el reflejo de su capacidad para unir lo conceptual y lo sensorial, lo emocional y la expresión más refinada de lo espiritual; pero también manifiestan su maestría en conducirnos de lo cercano, local, concreto, a los parajes de lo genérico y universal.

            Para referirse a su pueblo nos dice:

                                                           (…)

                                   Nadie fue igual tras verte

                                   ni volvió a ser lo mismo después de que te viera

                                   y en un segundo alzara su vida como alzas

                                   tu portento en el aire y desde el aire sigues

                                   enjoyando la tierra. [62]

                                                           (…)

            En el tercer canto nos sitúa en su infancia, su adolescencia y su primer amor. Nos confiesa que llegó a no amar a Dios después de las desgracias familiares, aunque más tarde volvió a descubrirlo de forma panteísta de la mano de Mari Luz:

                                                           (…)

                                   Se llenó de razón el universo,

                                   Dios sintió su existencia lo mismo que la siente

                                   si oye un sollozo, si oye

                                   la temblorosa voz de una caricia.

                                   Y yo lo vi mecerse elemental y humano

                                   en la luz de aquel beso que tremaba.[63]

            El cuarto se lo dedica a sus amigos. Le alegra compartir la gloria con ellos.

                                                           (…)

                                   Los vi con los amigos

                                   que ayer vinieron jóvenes

                                   a vendarme de amor, de adolescencia,

                                   y que irán a fundirse conmigo, en ti, con ellos,[64]

(…)

            El quinto canto empieza de la misma forma que el principio del libro, una estructura circular que nos recuerda que todo está unido formal y temáticamente.

            De nuevo se dirige a Arcos y nota cómo ha pasado el tiempo, de un tiempo que fue oro / y es calderilla, pero emocionada. A continuación, se autodescribe en su adolescencia:

                                                           (…)

                                   Yo era en mi adolescencia

                                   álamo de temblor, esperando el prodigio,

                                   esperando las alas, esperando la boca

                                   del viento que viniera a soplarme.[65]

                                                           (…)

            Y juega con las contradicciones para profundizar en su autoanálisis:

                                                           (…)

                                   Soy lo que soy y no fui,

                                   lo que tuve y no tuve pero quise tener,[66]

                                                           (…)

                                   Y algo que soy y que no soy,

                                   eso vago y preciso que se mueve en el sueño,

                                   no el sueño que es deseo y avidez,

                                   que es esperanza y no sucede nunca,

                                   el que es subconsciencia iluminada[67]

                                                           (…)

            Antonio Hernández publica A palo seco en 2007, hasta ahora su último libro de poesía. Para los que hemos seguido su trayectoria poética, éste representa todas las excelencias de la mejor poesía. Es, sin duda, un libro que llega al alma por su sinceridad sin afectación, por mostrar tan al desnudo y, duramente a veces, muchas de las debilidades del ser humano, por su inconformismo, por aceptar la contradicción como parte integrante de la esencia humana y porque su lenguaje ha alcanzado la madurez, la depuración plena.

            Los primeros poemas, coincidentes con su estado depresivo,[68] son los más pesimistas, pero también de los más lúcidos que ha escrito. En ellos se aprecian  más que nunca los efectos devastadores del paso del tiempo: la llegada casi imperceptible de la vejez y de las enfermedades, la pérdida de fe en los valores de siempre, la desconfianza, la soledad, la decrepitud. Lo que no ha cambiado en él es la fuerza de sus palabras, su pureza y autenticidad.

            El primero, titulado “Fugacidades”, nos relata las principales etapas de su vida: primero el amor, a continuación el momento de la razón, de los libros, en tercer lugar la procreación de los hijos y, en último lugar, el reconocimiento, los homenajes. Sin embargo, todo, inmisericorde, un centelleo.[69]

            Algunos versos del segundo poema comienzan con un paralelismo: Loado sea Dios que hizo la luna (…) Loado sea Dios que hizo las nubes (…) Loado sea Dios que hizo el fuego que le confieren un tono de oración, de plegaria; pero, al final, aunque él admire sinceramente todo lo creado, concluye:

                                                           (…)

                                   Loado sea por siempre y alabado

                                   aunque no le podamos perdonar

                                   tanto y tanto dolor.[70]

            El tema de Dios lo ha tratado de formas diferentes: unas, identificándolo con la belleza del universo (panteísmo); otras, con el amor; pero también le ha dirigido al Pan Creator reproches por sus caprichos, por su envidia. “Los dioses abismados” es un ejemplo. Dios inventa personas geniales en su arte (Kafka, Pessoa, Celan), pero después los enloquece para que no se crean que pueden competir con Él:

                                                           (…)

                                   les da sus nubes para que volemos.

                                   Pero al final los vuelve locos, locos

                                   para que no se crean sus vecinos.[71]

            El poema “La soledad” también es un excelente ejemplo de su estado de ánimo en esta etapa. Según el poeta, la soledad es el prólogo de la muerte al final de la vida, porque ya nadie te va a salvar. El recuerdo del pasado, en lugar de redimirte, es una rémora que te hunde más en los infiernos. Hay que aprender a ir estando solo y, aunque la receta del suicidio que propone Camus suponga una salida, él quiere pensar más constructivamente y creer que la soledad puede ser una excelente purga del espíritu: el último monólogo de la sinceridad, aunque es triste abrir la ventana y sentir aún  escalofrío ante la belleza de la vida:

                                                           (…)

                                   La cuenta atrás, en fin, noviembre y diciembre juntos.

                                   Y un ligero escalofrío si abres la ventana

                                   y miras el paisaje sin corazón de resignado.[72]

            En “Senectud” continúa con esa dureza en la expresión de sus ideas, como si estuviera hablando consigo mismo y nadie lo fuera a leer. Opina que, aunque la vida castigue siempre, se sufre más con la indefensión de la vejez. A esa edad parece que el corazón bombea más recuerdos que sangre, y eso es como vivir entre los muertos. La mejor forma de morir es alejándose de la memoria.

                                                           (…)

                                   Sólo queda ir muriendo

                                   con dignidad, sin memoria.

                                   Pues vive entre los muertos quien de recuerdos vive.[73]

            Y en “Una edad que ya no trae abril” el poeta parece estar hablando con un hipotético interlocutor al que le abre su corazón sin eufemismos. A la pregunta inicial ¿qué tengo ahora? responde que posee dinero pero no puede beber ni comer lo que quiere, cuatro enfermedades crónicas, una edad que ya no trae abril, una mujer que vive del recuerdo de lo que lo amó, dos hijos que no lo quieren como necesita (especialmente su ego), el corazón en la cabeza, el espíritu en la opinión de los demás…

                                                           (…)

                                   ¿Mi ego de trombón? ¿Que soy rico…? Y, sin embargo,

                                   recuerdo que fui generoso

                                   y no por eso perdí cuanto me amaba.

                                   Tan generoso como el mar, que nos permite mirarlo.[74]

            El avecinamiento de la vejez, también trae una presencia cruel, la de todas las cosas que no se tuvieron en la vida y perseguirán hasta la muerte,  esas promesas que incumplió la vida y que cuando uno es joven cree que podrá realizar.

            En los versos finales de “Decrepitudes”, asistimos a uno de esos episodios de intensa lucidez que tanto menudean en el libro:

                                                           (…)

                                   Sino porque el honor es una mota

                                   apenas perceptible en el recuerdo

                                   arrugado, porque ya tengo un precio,

                                   porque antes no olvidaba una promesa.

                                   Y porque por mis venas corre sangre y no amor.[75]

            El último verso resume toda una filosofía vital, pues, en efecto, el amor se asocia con la energía, con las ganas de sentir la vida en todas sus facetas, y cuando desaparece esa magia, el ser humano desciende el primer escalón hacia la vejez. Obsérvese el énfasis conseguido mediante la repetición de la conjunción porque.

            Sin embargo, de vez en cuando aún se le presenta la belleza juvenil aunque se exprese frágilmente, y como con su experiencia ya conoce el precio de esa visión, la deja pasar para que no lo hiera demasiado.

                                                           (…)

                                   Y la dejo pasar en su frescura

                                   arrogante, su bálsamo sabido,

                                   veneno, bótox, homeopatía

                                   del corazón escarmentado.

                                   Puesto si resucita es dando muerte.[76]

            El poema que le da título al libro, “A palo seco”, vuelve a uno de sus temas recurrentes: Dios. En este caso, como representante de cualquier ser humano, él lo invita a que beba (viva) en su compañía, porque quizás así sufra por una vez y se entere del dolor que significa ser hombre a palo seco;  y después de beber, que pague la cuenta.

                                    Bebe, bebe conmigo. /  Ya sé que aguantas más,

                                    que eres invencible, /  bebe hasta destrozarme,

                                    pero quizás consiga / en este mano a mano

                                    que aprendas de los hombres / que sin piedad creaste;

                                    sufras por una vez, / al sabor de la pena,

                                    lo bello y lo terrible / de tus experimentos.

        Bebe y paga la cuenta.[77]

            Nunca se sabe cuándo un hombre deja de ser niño. El poeta confiesa, por el contrario, que él sí se percató: sucedió cuando el médico le dijo que padecía cuatro enfermedades de distinta gravedad y le arrebató de golpe la esperanza:

                                               (…)

                                   Y no fue lo peor

                                   el cáncer, la diabetes,

                                   la hipertensión, el asma…

                                   sino que un niño había

                                   muerto de un tajo súbito[78]

                                               (…)     

            Le dedica también un poema, “Poeta en cruz”, a su amigo tan injustamente tratado en Arcos, Julio Mariscal (natural de la misma localidad):

                                   A él también le escupieron

                                   sin mojarle la cara.

                                   La espalda le azotaron

                                   sin dejarle señales.

                                   No le manó la sangre

                                   al uncirlo al madero

                                               (…)

                                   Pero sí dijo: “Pueblo mío,

                                   ¿por qué me abandonaste?

                                               (…) [79]

            El poema “La madre de todas las erratas” es una muestra de cómo la tradición literaria vuelve a ser reinterpretada por otros poetas y se producen hallazgos como éste. En esta ocasión, basándose en unos famosos versos de Antonio Machado (Proverbios y cantares, XXIX), escribe:

                                    Las huellas, no los zapatos;

                                   el verbo ser, no el estar:

                                   caminante, no hay camino…

                                   se hace camino el andar.[80]

            En la poética machadiana el camino es símbolo de la vida que se va haciendo día a día (se hace camino al andar); es decir, tiene una visión existencialista. Pero Hernández le otorga el mayor protagonismo a la esencia (la huella, el ser, el andar).

            “Eutanasia” también ejemplifica el equilibrio entre sencillez expresiva y profundidad filosófica:

                                   Procura que no sea

                                   la muerte

                                   quien te quiera.

                                   Procura no encontrártela

                                   de siega.

                                   Y si llega,

                                   procura no entretenerla.[81]

                        Los poemas finales son más positivos, encierran más fuerza vital; uno de éstos es “Contra Parménides”, construido con paralelismos y anáfora de la preposición “contra”:

                                   Contra sensatez, belleza.

                                   Contra sosiego, pasión.

                                   Contra cárcel, libertad.

                                   Contra la noche, la estrella.

                                   Contra quietud, movimiento.

                                   Contra castidad, amor.

                                   Luzbel contra los arcángeles.[82]

            Es un poema en el que no se utiliza ni un solo verbo y, no obstante, la impresión de movimiento, de acción, está bastante lograda gracias al contenido semántico de la preposición, y a las continuas antítesis de los sustantivos.

            En conjunto, el libro retoma los temas que desde muy joven le obsesionaron, pero su franqueza moral y el asentamiento definitivo de un estilo basado en el descubrimiento de nuevos matices expresivos surgidos de la colocación especial de las palabras, de un léxico personal y del rechazo de la retórica innecesaria o de los coloquialismos y giros snobs, lo convierten en una de las voces poéticas más importantes en lengua española de la actualidad.

            Recientemente ha sido galardonado con dos nuevos premios: Premio Andalucía 2008 a la Mejor Trayectoria de un Poeta Andaluz y Premio Ciudadano a la Trayectoria de un Escritor Español. Vaya desde aquí nuestra enhorabuena.

 

 

Entrevista realizada al poeta Antonio Hernández

(14 de agosto de 2008)

 

P.: En una nota aclaratoria al principio de su último libro de poesía, A palo seco, usted confiesa que los poemas de éste “jalonan la evolución de una enfermedad depresiva” y que se aprecia el cambio de ánimo a medida que el poemario avanza. Asimismo, nos dice que estuvo siete años sin escribir y que una de las personas que lo ayudó a superar la enfermedad fue su amigo Javier Reverte. ¿Cómo se encuentra en la actualidad? ¿En qué medida la poesía ha sido uno de los motores de su recuperación?

R.: En principio, lo que uno quiere recuperar es la salud, y al sentirte mejor físicamente es cuando te entran ganas de escribir. Yo no creo que la poesía sirva de medicina, y, en todo caso, servirá para una mejor convalecencia, porque cuando uno está enfermo, se tiene una experiencia que puede servir como tal, pero después hay que sublimarla y es cuando surge la poesía.

P.: El libro se abre con una cita del escritor francés Andrè Gide que dice: “Sólo los necios no se contradicen” y, verdaderamente, ése ha sido uno de sus temas más recurrentes desde la publicación de El mar es una tarde con campanas. ¿Ayuda la contradicción a mantener más joven y alerta el espíritu de un artista?

R.: El mundo está lleno de contradicciones y esas experiencias son piedras de toque para el alto conocimiento que se pretende al escribir poesía. En un segundo término, lo que se quiere es transmitir esa sensación universalizándola; en este sentido viene a ser como un partido de tenis con un solo jugador que se desdobla en las dos personas que llevamos dentro. El resultado del partido dependerá también de qué aceptación tenga en otra tercera persona que es quien lee. Y dado todo esto, la contradicción es el motor o el revulsivo que hace del poema una manera de participación colectiva, en donde entra en juego la gustativa de un tercer elemento, lo cual añade otra opinión y así hasta el infinito en cuanto al asunto de las contradicciones. Sin ellas no es posible el movimiento, y, en consecuencia, el progreso ético-estético.

P.: ¿Se considera usted más poeta que narrador, ensayista o articulista?

R.: Me gustaría considerarme más poeta, pero la poesía es un don y lo otro es literatura que puede conseguirse con un aprendizaje adecuado, siempre que exista una dotación natural mínima. Lo que soy es escritor, porque mientras que la poesía acude cuando a ella le da la gana, la narrativa o el articulismo se pueden hacer siempre con más o menos fortuna. Yo, como decía alguien que no recuerdo, siempre espero que si viene la inspiración me coja trabajando. A este respecto, Rubén Darío decía aquello de que “cuando dé a luz una musa, procura tener a las ocho restantes embarazadas”. Picasso decía lo de “yo no busco, encuentro”, y Baudelaire que “sin prisa pero sin pausa, como las estrellas”. Así, que lo importante puede ser la voluntad de estilo y el sentido de profesionalidad; es decir, la vocación atendida.

P.: La mayoría de los críticos consideran que usted no pertenece a ninguna corriente ni movimiento poético en particular porque su voz es muy personal y está al margen de las modas. ¿Cómo describiría usted su originalidad? ¿Cuál cree que ha sido y está siendo su principal aportación a la poesía?

R.: La originalidad muchas veces es una forma de copiar artera y astutamente a grandes autores olvidados. Yo me nutro de todos, y de ese eclecticismo puede que surja una voz diferente. Lo importante en poesía, además de la sustancia, es el tono, y en la conjunción de ambos está la originalidad.

            En cuanto a lo de mi aportación a la poesía, me parece que es poca, entre otras cosas porque no se me lee; y, en todo caso, porque está inscrita de una manera muy clara en el árbol de la tradición. Los experimentos, con gaseosa, aunque digan que soy un tipo raro.

            Se ha señalado como una característica muy mía la autenticidad, algo que supongo que tiene que ver con una cuestión de orden moral: llamarle a las cosas por su nombre poético; o sea, poniéndole una guinda a la tristeza, o, como decía Fernández Andrada, una cosa no muy común, “igualar con la vida el pensamiento” o viceversa.

P.: ¿Cómo ve el momento actual de la poesía española?

R.: Me parece, con las excepciones de rigor, falsa, postiza y que no atiende el objetivo primordial de toda obra de arte: la emoción. 

            En cuanto a la masificación clónica que ha sufrido hasta hace poco, tengo la impresión de que los nuevos poetas se han cansado de tanta “poesía de la experiencia” plana y sin hondura y que ahora se diversifica a la búsqueda de voces personales que, al fin y al cabo, son las que importan.

P.: Usted nació en Arcos de la Frontera (Cádiz) y por la lectura de sus poemas se desprende que la relación que ha mantenido con su pueblo ha sido de amor y de cierto rencor. ¿Fue duro para un joven artista no resultar comprendido en su ciudad natal? ¿Guarda eso relación con su temprana marcha a Madrid?

R.: Todo es cierto, pero la cuestión ya ha sido saldada. En mi pueblo se me ha reconocido incluso más allá de lo que mi carácter tímido desea. Aparte de esa timidez, cuenta en mayor medida lo supersticioso que soy: cuando a alguien le dedican la Casa de la Juventud, lo hacen Hijo Predilecto y le ponen una calle, es que le están encargando la mortaja, y yo no me quiero morir todavía. Hasta el punto de que con respecto a la “calle” que ya sé dónde está desde hace quince años, aún no lleva mi nombre en sus esquinas porque no quiero que lo pongan y me resisto a que descorran la banderita y aparezca mi nombre tras ella. Así, contrarresto, o creo contrarrestar, la idea inevitable de los otros honores consumados.

            Lo que siempre me gustó mucho fue el detalle que tuvieron unos hosteleros de Arcos que iniciaron el “rosario de homenajes”. Un día me citaron en el hotel El Convento, me dieron una comida, cogimos la borrachera, y, finalmente, descubrieron una placa en la puerta de una habitación, la que lleva mi nombre; de ahí, el título de mi libro Habitación en Arcos.

P.: Madrid le supuso el contacto con muchos poetas y artistas de la época; pasado el tiempo, ¿hace una lectura positiva de aquella experiencia?

R.: Totalmente positiva porque tuve la suerte de ser tertuliano y discípulo de Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Rafael Alberti y Luis Rosales; sobre todo, de éste último que fue un gran amigo mío. En cierta ocasión, José María Valverde me dijo que en tres sesiones con Luis Rosales había aprendido más que en los cinco años de carrera. Esto puede ser un poco exagerado, pero lo que sí puedo asegurar con toda precisión es que lo que yo sepa me viene más de las tertulias con ellos que de las aulas universitarias, y de otras amistades entre las que no puedo dejar de recordar a mis compadres Luis Berenguer y Claudio Rodríguez; el primero de ellos, el mejor novelista gaditano desde mi punto de vista, y el segundo, el mejor poeta español desde la Generación del 50, junto con Manuel Mantero que es otro gran amigo y maestro.

P.: En algunos de sus poemas se aprecia una visión de la capital de España como ciudad deshumanizada y hostil que fomenta su nostalgia del sur. ¿Sigue manteniendo esa percepción?

R.: Madrid puede que no sea una ciudad muy humanizada, pero es porque cada uno va a lo suyo y no te piden cuentas. En ese sentido es muy hospitalaria, y, además, ofrece, culturalmente hablando, todo lo que un escritor necesita. Lo que ocurre es que, como decía Antonio Machado, “se canta lo que se pierde”, y yo perdí el paraíso que, dicho sea de paso, ha sido durante mucho tiempo el “paraíso en ruinas”, sobre todo, culturalmente hablando. Ahora parece que la cosa mejora porque empezamos a tener notables editoriales andaluzas y cosas por el estilo que estimulan la creación.

P.: ¿Qué cambios más significativos observa en Andalucía desde que escribió libros como Donde da la luz (1978), Compás errante (1985), Indumentaria (1986) o incluso Sagrada Forma (1995)?

R.: Pues eso que acabo de decirte y que la gente se mete menos en las cosas de los demás; o sea, que es más tolerante, más permisiva y está más capacitada para entender cosas que antes eran tabúes. Pero, por otro lado, el progreso en general es evidente, lo que puede estar producido por la situación política y también, por el paso del tiempo que suele influir positivamente en el desarrollo de un pueblo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El poeta junto a Eduardo Ruiz Butrón y al escritor asidonense Ramón Pérez Montero, el día de la entrevista.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Agradecimientos:

           

            Nuestro más sincero agradecimiento al poeta y a su esposa Mari Luz por su gentileza y hospitalidad al recibirnos en su casa gaditana el día de la entrevista.

            Asimismo, agradecer también a la bibliotecaria de la Biblioteca Pública de Arcos de la Frontera, Isabel Ibáñez, el habernos facilitado los títulos de la obra poética de Antonio Hernández que hemos analizado.

           

 

 

Bibliografía:

Antonio Hernández, El mar es  una tarde con campanas, Puerta del Mar, Málaga, 2001.

Antonio Hernández, Oveja negra, Biblioteca Nueva, Madrid, 1969.

Antonio Hernández, Donde da la luz, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 1978.

Antonio Hernández, Metaory, Mare Nostrum, Madrid, 1979.

Antonio Hernández, Homo Loquens, Ayuso, Madrid, 1981.

Antonio Hernández, Diezmo de madrugada, Diputación Provincial de Soria, 1981.

Antonio Hernández, Con tres heridas yo, Ayuso, Madrid, 1983.

Antonio Hernández, Compás errante, Orígenes, Madrid, 1985.

Antonio Hernández, Indumentaria, El Conservatoio ediciones, 1986.

Antonio Hernández, Lente de agua, Visor, Madrid, 1990.

Antonio Hernández, Sagrada Forma, Visor, Madrid, 1994.

Antonio Hernández, Habitación en Arcos, Ediciones Libertarias Prodhufi, Madrid, 1997.

Antonio Hernández, A palo seco, RD Editores, Madrid, 2007.

Fanny Rubio y José Luis Falcó, Poesía española contemporánea (1939-1980), Alhambra, Madrid, 1981.



[1] Antonio Hernández, El mar es  una tarde con campanas, Puerta del Mar, Málaga, 2001 (pp. 15-16)

[2] Ibid., pág. 27.

[3] Ibid., pág. 28.

[4] Ibid., pág. 31.

[5] Ibid., pág. 31.

[6] Ibid., pág. 46.

[7] Ibid., pág. 57.

[8] Ibid., pág. 43.

[9] Ibid., pág. 75.

[10] Antonio Hernández, Oveja negra, Biblioteca Nueva, Madrid, 1969, pag.9.

[11] Ibid., pág. 19.

[12] Ibid., pág. 21.

[13] Ibid., pág. 22.

[14] Ibid., pág. 23.

[15] Ibid., pág. 37.

[16] Antonio Hernández, Donde da la luz, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 1978, pp. 12-13.

[17] Ibid., pág. 20.

[18] Ibid., pág. 26.

[19] Ibid., pág.31

[20] Ibid., pág. 36.

[21] Antonio Hernández, Metaory, Mare Nostrum, Madrid, 1979,  pág. 11.

[22] Ibid., pág. 14

[23] Ibid., pág. 16.

[24] Antonio Hernández, Homo Loquens, Ayuso, Madrid, 1981, pág. 17.

[25] Ibid., pág. 18

[26] Ibid., pág. 49.

[27] Ibid., pp. 50-51.

[28] Ibid., pág. 52.

[29] Antonio Hernández, Diezmo de madrugada, Diputación Provincial de Soria, 1981, pág. 9.

[30] Ibid., pág. 19.

[31] Ibid., pág. 49.

[32] Ibid., pág. 66.

[33] Antonio Hernández, Con tres heridas yo, Ayuso, Madrid, 1983, pág. 21.

[34] Ibid., pág. 24.

[35] Ibid., pág. 27.

[36] Ibid., pág. 31.

[37] Ibid., pp. 48-49.

[38] Antonio Hernández, Compás errante, Orígenes, Madrid, 1985, pág. 11.

[39] Ibid., pág. 12.

[40] Ibid., pág. 17

[41] Ibid., pág. 18.

[42] Ibid., pág. 19.

[43] Ibid., pág. 37.

[44] Ibid., pág. 43.

[45] Ibid., pág. 52.

[46] Antonio Hernández, Indumentaria, El Conservatoio ediciones, 1986, pág. 9.

[47] Ibid., pág. 16.

[48] Ibid., pág. 25.

[49] Ibid., pág. 26.

[50] Ibid., pág. 29.

[51] Ibid., pág. 32.

[52] Antonio Hernández, Lente de agua, Visor, Madrid, 1990, pag. 15.

[53] Ibid., pág. 30.

[54] Ibid., pág. 44.

[55] Antonio Hernández, Sagrada Forma, Visor, Madrid, 1994, pag. 16.

[56] Ibid., pág. 26.

[57] Ibid., pág. 29.

[58] Ibid., pág. 33.

[59] Ibid., pág. 36.

[60] Ibid., pág. 49.

[61] Antonio Hernández, Habitación en Arcos, Ediciones Libertarias Prodhufi, Madrid, 1997, pág. 18.

[62] Ibid., pág. 34.

[63] Ibid., pág. 42.

[64] Ibid., pág. 50.

[65] Ibid., pp. 52-53.

[66] Ibid., pág. 53.

[67] Ibid., pág. 54.

[68] En la entrevista que a continuación reproduciremos, él mismo nos hablará de su enfermedad y de cómo ha conseguido ir superándola.

[69] Antonio Hernández, A palo seco, RD Editores, Madrid, 2007, pág. 13.

[70] Ibid., pág. 15.

[71] Ibid., pág. 17.

[72] Ibid., pág. 22.

[73] Ibid., pág. 23.

[74] Ibid., pág. 26.

[75] Ibid., pág. 39.

[76] Ibid., pp. 45-46.

[77] Ibid., pág. 57.

[78] Ibid., pág. 60.

[79] Ibid., pág. 79.

[80] Ibid., pág. 103.

[81] Ibid., pág. 115.

[82] Ibid., pág. 143.

 


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