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Relato
LAS RAZONES DEL INFANTE BICÍPITE DE MEDINA SIDONIA
1ª PARTE
David Hernández de la Fuente

“Los monstruos de las expresadas circunstancias, aunque no son muy frecuentes, tampoco son de los más raros. [...] ¡Miserable estado de los dos infantes donde, sobre vivir con una incomodidad intolerable, a cada vida amenazaban dos muertes, siendo preciso faltar la una, faltando la otra!”

Cartas Eruditas VI 2 y 8. Benito Jerónimo Feijoó y Montenegro.

 

I

El doctor Ramón Ohernan sudaba, pese al frío de la noche, turbado en su ánimo por una sensación insólita de desasosiego. Este viento puede enloquecer a cualquiera, se decía para sí el doctor, agitado por el traqueteo del carruaje que le conducía de vuelta a Medina Sidonia. Aquel 29 de febrero de 1736 una llamada urgente e inoportuna había interrumpido su partida habitual de todos los miércoles en Vejer de la Frontera.
Un parto, sí, de eso se trataba. O eso le había dicho Ginesillo cuando irrumpió acalorado en la segunda residencia de los Guzmán. Sin duda debía de tratarse de un caso excepcional para hacerle regresar con tal premura a Medina Sidonia en una noche de perros como la que le estaba golpeando las mejillas y los cabellos. ¿No bastaba con la comadrona? Incluso los dos caballos que tiraban del coche, con las crines negras azotadas por ese viento de locura, relinchaban desorientados –os comprendo, hijos, pensaba el doctor, yo estoy bastante aturdido también– entre los campos de oscuros espárragos que lindaban con el camino que va de Vejer a Medina.

El doctor Ohernan iba repasando una y otra vez las jugadas de aquella noche y se aseguraba con íntima convicción que, de no haberle interrumpido por aquella inoportuna urgencia, habría ganado al menos otras dos manos más en casa del duque. Tenía los tres tríos de rigor para hacer que el boticario de Vejer volviera a desembolsar su dinero, a derramarlo sonoramente sobre la mesa, como había hecho aquella legendaria víspera del domingo de Resurrección del año pasado. Pero ¿qué tipo de parto requería sus servicios con tanta precipitación? Diríase que era parto de rey, o mejor dicho de reina. La vieja partera de Medina siempre se las había arreglado sin su ayuda.

- Que un hombre de ciencia –mascullaba–, un licenciado en Bolonia, tenga que acudir en estas condiciones. Esto clama al cielo.

Y mientras clamaba de esta manera, un relámpago doble y una violenta sacudida del coche le hicieron santiguarse. Inmediatamente se sonrió por la mojigatería. Cosas del instinto humano, así es de simplona la naturaleza del hombre..., pero, ea, a ver si llegamos ya y aclaramos esta situación; espero que se trate en verdad de un asunto urgente.

Y en efecto, ya en la lontananza se divisaba la iglesia de Santa María Coronada y la silueta inconfundible de su ciudad natal le recibía. Pero, por primera vez, no se sentía reconfortado ante su visión, sino que miraba la torva acrópolis con el ánimo inexplicablemente angustiado.

 

II

Se dice que en la comarca que rodea Medina Sidonia se dan más casos de locura que en las otras colindantes, incluyendo a la noble ciudad de Cádiz, a San Fernando y a sus pedanías. Sin embargo, el doctor Ohernan, seguidor de las últimas tendencias científicas y suscriptor de las mejores revistas médicas extranjeras, nunca había creído nada de esto. Para muchos lugareños, entre ellos el párroco don Manuel, la causa de este sorprendente lunatismo, que parecía crónico en la comarca, no era otra que la infernal ventolera que la sacudía la mayor parte del año.

Dependiendo, además, de la procedencia cardinal de los vientos, producíanse efectos varios en las conciencias de los lugareños. No sólo la locura había marcado la comarca. Otros fenómenos se decían producto de los aires que fustigaban sus bosques y colinas: extrañas cosechas –era fama que en la de 1640 se recogieron calabazas descomunales y de caprichosa figura– y crías de bestias con malformaciones monstruosas. Los campesinos solían contarse al anochecer lúgubres historias acerca de engendros de dos cabezas, y asustaban a sus hijos pequeños con terneros que nacían con atroces deformidades

- Tonterías -solía replicar Ohernan en las tertulias organizadas por los Guzmán- eso son tonterías. Vaya por delante que nuestra provincia es de las más avanzadas del reino y aquí los únicos vientos que en verdad han de arrasar son los de la ciencia y el progreso.

Para el doctor, había causas naturales, bien comprobadas en sus tratados, que explicaban todos estos fenómenos, como había atestiguado el padre Regnault en sus Diálogos Phísicos, cuando describió el hallazgo en 1729 de un insólito cabrito montés de dos cabezas en el bosque de Compieñe, andando él de caza con su Cristianísima Majestad de la Francia. Ohernan recordaba casi de memoria ese párrafo (tomo IV, diálogo I) en el que se explicaba la grotesca anatomía del animal y las razones médicas de su bicéfala deformidad. Era fama, además, que el zar Pedro I de Rusia atesoraba en la Academia de Ciencias de San Petersburgo una increíble colección de portentos de la naturaleza, entre los que se encontraba un ternero de dos cabezas.

El progreso de la ciencia había descartado las causas sobrenaturales en toda malformación. De hecho, la afición por explicar todos estos fenómenos anormales y desviaciones del recto curso de la naturaleza había hecho nacer una nueva disciplina que gozaba de gran predicamento en toda Europa: la teratología o estudio de los monstruos.

Con todo esto, hay que decir que el doctor Ohernan, hombre de ciencia, no se libraba de algunas de las supersticiones que él tanto criticaba en el pueblo llano. Eran estas aprensiones –entre otras su afición a recetar ungüentos, hierbas, lunas llenas así como su ancestral costumbre de sacudirse la ropa al pasar por delante de un cementerio–, tan conocidas por sus conciudadanos, las que le libraban de que le motejaran de afrancesado, como de hecho ocurría con el cirujano, el joven licenciado Pedro Domínguez Flórez, que venía de la corte de Madrid y era objeto de burla precisamente por sus ideas de progreso. Ohernan, sin embargo, era visto más bien como un hombre del pueblo, su atuendo, sus escasos cabellos, sus dichos sobre el acuciante reuma que padecía, en fin, todo ello hacía que le consideraran uno más en la nobilísima ciudad de Medina.

Más allá del hombre de ciencia, el buen doctor era una persona de confianza que, de hecho, se sabía al dedillo la vida médica y la privada de toda la ciudad: desde las enfermedades más infamantes, que se ocupaba de disimular como era conveniente, hasta los casos más clamorosos de embarazos adulterinos. Acaso por eso, pensaba, le habrían mandado llamar en aquella noche de tormenta del 29 de febrero a una casa anónima del barrio alto. No le hubiera sorprendido que la llamada urgente se debiera a alguno de esos casos vergonzosos que él sabía bien ocultar. Por eso –creía– estaba cruzando los negros campos de espárragos en dirección a la antigua ciudad. Por eso estaba entrando por la Puerta de Belén.

- Ya llegamos, señor doctor –gritó al viento, que no a Ohernan, Ginesillo desde la silla– ¿Me escucha usarced?

 

III

Y pasado que hubieron la mencionada iglesia de Santa María Coronada, avanzó ruidosamente el coche del doctor por las calles empedradas. Castañeteaban las ruedas entre los proféticos silbidos del viento cuando se acercaron a las callejas de la parte alta de la ciudad. En una de ellas, no acertaba a reconocerla el buen doctor, se fue a parar el coche. Ginesillo puso pie en tierra de un salto y, al punto, corrió a abrirle la puerta al doctor. Entre tanto, ante el coche y los brillantes caballos que piafaban mientras su piel desprendía un tenue vapor, se había alineado una ensombrecida comitiva: el párroco don Manuel, la comadrona y otra mujer, algo mayor, de rostro angustiado y candil en la mano. Quizás fuera, pensó el doctor, la madre de la parturienta.
Todas las caras habían adoptado una expresión grave, especialmente la comadrona, una vieja conocida del doctor, que parecía otra persona aquella noche. La palidez de su rostro y el nerviosismo con el que retorcía un pañuelo atrajeron la atención de Ohernan.

- Buenas noches nos dé Dios, don Ramón –dijo el párroco acercándose al doctor mientras la comadrona murmuraba: Un parto muy difícil, va a ser un parto muy difícil-.
- No serán tan buenas –respondió éste– si me han mandado llamar así. ¿Qué sucede, don Manuel? ¿Y a qué se debe su presencia aquí?
- Ya le explicaré eso, amigo mío. Ahora vayamos a atender a esa mujer.

Y al compás del chirriante candil se llegaron a una modesta sala en la que dejó el doctor su gabán. En seguida, entraron en una habitación alumbrada débilmente donde yacía una mujer joven en trance de dar a luz. El dolor contraía su rostro visiblemente, de suerte que casi no se percató de la entrada del doctor y los demás.

- ¿Quién es? –preguntó el doctor Ohernan mientras abría su maletín y preparaba su contenido.
- Eso no importa ahora, doctor –dijo la comadrona–. Mire como está la pobrecita. Tiene una hinchazón en el vientre que yo no sé... No es normal. Además, esta noche del diablo... hoy es veintinueve de febrero y...
- Vamos mujer –interrumpió el doctor mirándola con severidad– no diga esas cosas y ocúpese de prepararlo todo, que esta mujer ya ha roto aguas hace rato.

La matrona era mujer experta en todo tipo de alumbramientos. Se decía en Medina que desde muy joven había presenciado los partos más complicados y su destreza era conocida en toda la región. Pero en aquella noche, con las manos tensas y temblorosas aferrando un pañuelo, no parecía capaz de llevar a cabo su labor.
La yaciente mujer estaba ya a punto de dar a luz y, sin embargo, había algo de extraño en sus muecas y contracciones. No era simplemente dolor. En su faz se reflejaba una expresión de patetismo insólito que sobrecogió el corazón del doctor. De otra manera, se hubiera podido decir de ella que era hermosa. No en aquella situación. La joven lanzó un horrendo aullido que se perdió amortiguado entre los vientos de la ciudad.
El doctor se puso manos a la obra auxiliado por la matrona. En verdad, no iba a ser fácil: se diría que la criatura estaba atravesada en el útero de manera extraña –tal era la horrible hinchazón que angustiaba a la experimentada mujer– y parecía que se mostraba reacia a nacer, sin ceder a los esfuerzos del médico y la partera.

- ¡Dios nos asista! –dijo ésta– ¡Ya sale!

 

IV

Así fue. Poco a poco la criatura comenzó a salir del vientre materno, lenta y remolona, como si no le urgiera en absoluto dar inicio a su existencia en aquellos ventosos parajes que, podría decirse, no le deparaban nada bueno. El doctor sudaba mientras las hábiles manos de la comadrona ayudaban a la dilatación. Mas, según abría paso a la criatura, Ohernan se percató de que la partera sostenía entre sus manos un piececillo mientras gritaba:

- No quiere salir, doctor, no quiere salir. Está maldito. ¿No ve que está del revés?
- Tranquila mujer –respondió el doctor– Es un hecho que algunos niños nacen del revés. Nunca ha ocurrido nada malo por eso. Lo más importante ahora es cuidar que la criatura no se estrangule con el cordón umbilical.

Pero Ohernan, que daba instrucciones con voz trémula, no podía disimular su nerviosismo. Le afluía la sangre al rostro mientras tenía en mente los tratados que había leído sobre el tema. Lo que más le atormentaba de ellos era el recuerdo de los escritos del sabio Juan Zahn sobre ciertos alumbramientos problemáticos que resultaban en monstruosos engendros.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal: las viejas supersticiones andaluzas le dictaban versos malditos. Don Manuel se santiguó tres veces, mirando, sin quererlo realmente, aquel prodigio de la naturaleza. Ohernan no había visto en todos sus años de ejercicio, un caso similar. Que un niño naciera del revés ya era algo inusual, pero que, además, se negara a nacer tras asomar un pie era lo más extraño de todo y, por ende, suponía un peligro evidente de muerte para la madre.

Ésta estaba ya casi inconsciente por el dolor, y no reparaba en lo que estaba ocurriendo. Dilatados sus huesos y músculos al máximo, la pobre mujer no podía dar más de sí para llevar a buen cabo aquel alumbramiento, y así, se desvanecía continuamente, sin darse cuenta de nada. Para su bien. El retablo que se ofrecía a la vista en aquella habitación era grotesco, casi monstruoso –si no muy frecuente, tampoco de lo más raro, se empeñaba en pensar el doctor.

- Doctor, hay que tomar una determinación ipso facto –dijo el párroco.
- No sé, don Manuel –respondió Ohernan– parece como si no quisiera terminar de nacer. De todas formas es muy peligroso para ambos, la madre y el hijo. Si no atajamos esta situación morirán sin remedio.

- Por eso lo decía yo –insistió don Manuel–. No podemos permitir que el niño muera sin bautizar y vaya a parar al limbo de las almas. ¿No recuerda Vd. al divino poeta? Hay que bautizarle ahora antes de que muera, evitemos que se quede fuera de los círculos celestiales.
- ¡Vaya ocurrencia la suya! Lo que tiene que explicarme Vd. es a qué viene tanto misterio con este niño y quién es su padre. Pero adelante, haga lo que sea necesario para el alma de la criatura, que yo intentaré salvar su vida.

El doctor Ohernan comenzaba a estar vencido por la situación. Vio apartarse a la partera para dejar paso al párroco. Rezaban ambos ante el inconcebible altar. Una mujer desfallecida, un piececillo que salía del claustro materno. Ego te baptizo. Agua bendita. El doctor Ohernan se sacudió las ropas. Aquella noche del diablo había sobrepasado sus peores aprensiones.

 

V

Y antes de nacer del todo se llamó Juan Bautista Justo y Macario, pues el veintinueve de febrero era el día de los Santos Justo y Macario, y recibió el agua bautismal en el pie izquierdo.

Entre las salpicaduras del agua bendita, la comadrona resolvió hacer un último intento para facilitar el alumbramiento. Torciendo su brazo en un giro experimentado logró su propósito. Ya sentía cómo la criatura se iba deslizando hacia afuera, entre los residuos corporales propios del momento crucial. Las manazas de la mujer, firmemente resbaladizas, servían de primera cuna al infante.

Y al fin nació del todo –eppur si muove!, pensó el doctor Ohernan, a quien una vez más sorprendía la fuerza de la naturaleza. Juan Bautista Justo, bautizado en el pie izquierdo en previsión de su prematura muerte. Juan Bautista también Macario, que no quería salir del útero nutricio. Pero al fin se veía cómo llegaba al mundo el cuerpecillo del niño y, a la par, el alivio de los presentes.

Pero he aquí en lo que resultó el dramático y grotesco parto. La comadrona, con ojos desorbitados, fue sacando al niño. Su gesto se torció del todo cuando al alzar a la criatura en sus brazos pudo constatar que ésta tenía dos cabezas.

Sin palabras se quedó la pobre partera. Después de tantos alumbramientos difíciles y en penosas condiciones estaba hecha a todo, pero lo que tenía ante sus ojos aquella noche hacía que su boca colgara en una mueca espasmódica de horror.

Temblando, depositó al infante bicípite en el cobertor, junto a la otra señora, que imploraba al cielo con lágrimas en los ojos, y huyó despavorida con el nombre de Satán en los labios. Aún lo debe de tener.
Don Manuel y el doctor, superado el primer estupor, lograron acercarse al niño Juan Bautista y observaron los siguientes hechos. Que el niño tenía dos cabezas era notorio, dos cabezas con sus correspondientes cuellos que salían de un tronco por lo demás perfectamente normal. Otra aberración, que mutuamente se hicieron notar al momento, consistía en que el niño tenía dos antebrazos bien formados que partían de cada codo. Esto es lo que se sabe de la primera inspección ocular de la criatura.

El doctor tomó al niño en brazos con evidente dificultad y cuidado, tratando de obrar con la lógica y prudencia que su profesión exigía. Se aseguró de que la criatura respiraba, la limpió y libró del cordón. Serenándose, sintió Ohernan cómo le bajaba de nuevo la sangre, que desde el obsceno parto había enrojecido su rostro en una quemazón violenta.

No nació como se esperaba Juan Bautista Justo y Macario. No hubo siquiera llanto ni risa tras su nacimiento, no hubo llanto de bienvenida a la vida, no hubo alegría en esa casa.

 

VI

El doctor Ohernan cerró con fuerza la puerta para que nadie oyera su conversación con don Manuel. Mientras tanto, la señora de la casa cuidaba de la joven madre, que había perdido mucha sangre en el parto y no recobraba la consciencia.

- Está bien, doctor, –dijo don Manuel– cálmese y le explicaré. Vamos a ver, cómo decirlo, es un asunto de la familia Guzmán, ¿sabe? Hay que tener mucho tacto. Pero es tan espantoso...¡Pobre criatura de Dios!
- ¿Un asunto del duque? ¿Insinúa Vd. que el niño es un bastardo de Guzmán?
- Vamos, vamos, doctor, yo no he querido decir nada así. Esa pobre mujer sirve en casa de los Guzmán. El duque quería la máxima discreción en este asunto. Además, Vd. está acostumbrado a estos casos. Ya sabe cómo son estas cosas, ¿verdad?
- Sí, ya sé. –suspiró Ohernan– Pero esto es diferente. Este caso debe llegar a oídos de todo el reino, es un portento que la ciencia debe estudiar. He esperado un caso como este durante mucho tiempo, todos los grandes tratados recogen prodigios similares.


El doctor pensaba ya en las más eruditas gacetas de Europa, que se harían sin duda eco del caso. Él se proponía criar personalmente al niño y asistir como testigo y médico a su crecimiento. Meditando sobre las causas de semejante portento, el doctor Ohernan se esforzaba en hallar explicaciones médicas para lo sucedido.

Por una parte, era increíble pensar que aquella ilustre casa, de probada nobleza, hubiera engendrado tal criatura. Esto contradecía las más antiguas teorías sobre la pureza de sangre. La casa de Guzmán, honrada con el ducado de Medina Sidonia en el año del Señor de 1410, se remontaba al glorioso episodio de la defensa de la plaza de Tarifa por Alonso Pérez de Guzmán, apellidado El Bueno, una especie de feroz hazaña bíblica que había convertido a su estirpe en modelo de príncipes ya desde bien antiguo, desde los tiempos del rey Sancho IV de Castilla.

Al cabo de todo aquello, la sangre que había engendrado al grotesco monstruo podía ser de cualquier origen. Seguramente ser noble no traía consigo una mejor descendencia. Acaso Guzmán el Bueno hubiese arrojado por la muralla dos dagas agudas para degollar a un hijo de dos cabezas. Nobleza bicéfala. Águila negra del imperio. ¡Qué épocas más oscuras y lejanas para el ilustrado doctor! Nobles eran quienes tenían algún remoto antepasado de extraordinaria valentía o méritos. Con todo, los Guzmán tenían antecedentes de psychopathia y delirio que no eran nada despreciables: sin ir más lejos, Gaspar Alonso Pérez de Guzmán, noveno Duque de Medina Sidonia y predecesor del que conocía Ohernan, encabezó una absurda conspiración contra Felipe IV destinada a proclamarle “Rey de Andalucía” en 1641.

Lejos de todo aquello, para el doctor el modo más natural, y aun acaso único, de explicar la formación de esta especie de monstruos era la conglutinación de dos fetos. Recordaba vagamente algunos pasajes del docto Gaspar de los Reyes (concretamente Camp. Elys. Quaest. XLV 45) sobre los híbridos uterinos y pensaba ya en escribir algunos artículos que, sin duda, le harían ser coronado en el noble arte de Esculapio por los miembros de las más célebres asociaciones médicas de toda Europa.

- Debo confesarle, querido amigo, que hay algo monstruoso que me asusta en todo esto –dijo don Manuel, interrumpiendo las ensoñaciones históricas del doctor– . ¿Se ha fijado usted en una de las cabezas? ¡Qué espantosa expresión! Y esta noche tan endemoniada...
- No me diga que va a empezar con las mismas supercherías que la comadrona, esa asustadiza mujer –respondió el doctor abriendo la puerta de la habitación.

 


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