Relato
LOS INMORTALES
RAMÓN PÉREZ MONTERO

Existe una clase de muerte que es la peor de todas la muertes conocidas, y que es la de no morir nunca. La de estar condenados a vivir para siempre. Eso nos pasa a los que habitamos aquí. Llevamos miles de años residiendo en este mismo lugar y en él vamos a continuar hasta nadie sabe cuándo, posiblemente hasta la consumación total de los tiempos. Somos los inmortales.

De entre los múltiples inconvenientes que presenta este durar sin remate, este vivir sin acabamiento, el más malo de todos es el de que nada sea ya capaz de sorprenderte. Los de aquí llevamos acumulada ya tal carga de experiencia en nuestra conciencia compartida que todo hecho, a fuer de querer presentarse como inusual, nos resulta de sobras conocido, y toda pretenciosa novedad nos tiene por fuerza que sonar a copla escuchada. Así que puedo asegurar que nada de lo que ocurra bajo el Sol, por muy excepcional que eso sea, será capaz de ilusionarnos ni conmovernos, lo que nos ha arrastrado inexorablemente a una suerte de hastío vital que hace aún más penosa, si cabe, nuestra índole de seres infinitamente perdurables.

Pero, ojo, esta condición de inmortal sólo se adquiere y se mantiene con el continuado vivir en este sitio, y de ningún modo con el solo hecho de haber tenido la cuna aquí. Conozco a muchos que, nacidos en este lugar y obligados a abandonarlo por diferentes razones que no vienen ahora al caso, acabaron el fin de sus días como corrientes mortales, como simples hombres de carne y hueso. Eso, en cambio, no nos pasa a los que por una cuestión puramente sentimental no hemos querido, o no hemos tenido la imperiosa necesidad de desplazarnos más allá de nuestros estrechos linderos. Así como tampoco les sucede a los forasteros que de tarde en tarde y por mera casualidad caen en este sitio y hacen de él su morada definitiva, cautivados sin duda por el brillo engañoso de la existencia imperecedera.

Se piensan estos últimos que el permanecer inasequibles a las garras despiadadas de la muerte constituye una gran ventaja y de todas a todas se equivocan. Y lo peor es que cuando vienen a tomar conciencia de esta oscura maldición, la cosa no tiene ya remedio. Porque llega un momento en que resulta imposible huir de este lugar. Tiene algo este enclave que, a partir de un determinado instante, ‘punto de no retorno’ lo podríamos llamar, hace imposible que germine ya en el espíritu de sus moradores la voluntad de abandonarlo. Y por eso, todos los que tenemos nuestra residencia aquí, tanto nativos como foráneos, estamos condenados a no morir nunca.

He dicho antes que lo más malo de este estado es la pérdida de la capacidad de sorprenderse, de mostrar un mínimo interés por algo, y quizás esto no sea del todo la verdad. Pensándolo bien (si una cosa no nos falta aquí es tiempo para rumiar los pensamientos), el mayor inconveniente que debemos sortear es el de la lacra que significa conocerse. Aquí resulta del todo inútil la ocultación y el fingimiento. Aquí, después de varios milenios de ininterrumpida convivencia, después de varios milenios viéndonos los unos a los otros todos los días en el mercado y en la calle, todo el mundo sabe lo que te dispones a hacer en cualquier momento de tu vida. Y de la misma forma, no hay movimiento de ninguno de tus vecinos, por extraño que pueda parecer, al que tú no seas capaz de otorgarle una satisfactoria y hasta meridiana explicación.

Tal grado de obligada transparencia en las conductas, como se comprenderá, acaba por soliviantar mucho a la gente y ello propicia que el odio al prójimo, como una encarnizada carcoma de la coexistencia, anide desde antiguo en el corazón de cada uno de nosotros. Y del odio y la envidia ya sabemos que apenas media más de un paso, si es que no son en realidad las dos caras de una misma moneda. Por eso entre nosotros anda instalada una suerte de absurda competencia que consiste en impedir por los medios que sea (aunque el recurso más empleado sea esa feroz y dañina maledicencia en la que nos vamos adiestrando desde niños) que nadie nos vaya a aventajar en alguna faceta de la vida, antes que en procurar ser en eso mismo los primeros. Estamos por ello capacitados para extraer cierta dosis de felicidad de los fracasos de cualquiera de nuestros paisanos. Echen ustedes cuenta de toda una eternidad en este mismo plan y juzguen si no es una desgracia este extraño don de la inmortalidad del que disfrutamos.

Y es que esa misma dicha que nos procuran las derrotas ajenas, como un animal que se vuelve contra su propio amo y muerde la mano que le procura el alimento, nos invalida para gozar de todo lo que no seamos capaces de hacer nosotros mismos. Y entre lo poco o casi nada que cada uno puede conseguir por sus propios méritos, y la mucha rabia que produce en los demás el que ello se lleve ocasionalmente a cabo, escaso margen queda para la alegría compartida. De vez en cuando se oyen voces de protesta, llamadas igual que ésta que invitan a la reflexión para tratar de corregir estas nocivas tendencias, pero una y otra vez todo queda reducido al gesto inútil y a la palabra estéril, como no dudo que así ocurrirá también en este caso. Los milenios no pasan en balde y tantísima sabiduría acumulada durante siglos y siglos acaba por no brindarle ni el más mínimo resquicio a la ilusión y, por supuesto, tampoco a la esperanza.

Sí, somos una comunidad investida de esa ancestral sabiduría que sólo se obtiene en el proceso lento de destilación que consiste en ir sobreviviendo a invasiones y guerras, a las continuas plagas y a las sucesivas destrucciones, a las perversas intenciones de los hombres así como a los caprichosos vaivenes de la historia. Ahí es donde hemos ido aprendiendo que no hay bien que cien años dure y que hasta el mayor de los hitos históricos es siempre algo accidental y pasajero. De este modo, no hay moda que nos engatuse ni afición que nos atrape. Aquello que no nos resulta por completo aborrecible, simple y llanamente lo desdeñamos porque sabemos que detrás de todo aquel que se afana en convencernos de la bondad de cualquier cosa se esconde siempre el hábil, el taimado, el inevitable vendedor de crecepelo. Tal clarividencia nos cercena cualquier brote de sana alegría que pudiera ir apareciendo en el tronco añoso de nuestra sufrida convivencia, pero a estas alturas tenemos muy asumido que algún precio teníamos que pagar por la obtención de esta extraordinaria y amplísima propiedad de lo eterno.

Así que aquí seguimos y seguiremos por los siglos de los siglos, más que dispuestos a afrontar todo aquello que el futuro nos tenga preparado en esta desengañada manera de vivir que consiste en no encontrarse nunca cara a cara con la muerte liberadora. Porque, creo que ya lo he dicho, no sorprenderse nunca de nada y no dejarse cegar jamás por el falso brillo de lo efímero forma parte esencial de la singular naturaleza de nosotros los inmortales.

 


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