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GRANDES FIGURAS ASIDONENSES DEL TOREO: LOS PICADORES DE "VARA LARGA" (1730-1830)
Jesús Mª Armengol Butrón de Múgica*
¿Por qué Medina Sidonia, desde antiguo rodeada de ganaderías bravas, no ha dado un mayor número de toreros? Esta pregunta me la repetía con frecuencia desde que me inicié en la afición taurina. Al principio no hallaba respuesta satisfactoria, porque identificaba inconscientemente toreros con matadores de toros(1) o, como mucho, con novilleros y banderilleros. Cuando el tiempo me permitió conocer mejor la historia de la tauromaquia, descubrí que Medina había dado un número considerable de figuras al arte del toreo, pero no lidiaban a pie sino a caballo: aquellos picadores de vara larga que protagonizaron a lo largo del siglo XVIII un episodio capital en la evolución de las fiestas de toros.
Los primeros años del mencionado siglo asistieron al traspaso de la fiesta de los toros de manos de la nobleza al pueblo llano. Caballeros de los distintos linajes españoles habían protagonizado la fiesta hasta entonces y desde la lejana época medieval. En ese momento irrumpen en los festejos taurinos hombres del medio rural que, en su mayoría, se dedicaban a labores de pastoreo y manejo del ganado bravo, oficio que llevaban a cabo montados a caballo y pertrechados de la correspondiente garrocha, que en la plaza se convertirá en vara larga de picar y vendrá a sustituir lanzas y rejones de los caballeros lidiadores. Conocedores del toro por el trato cotidiano y caballistas avezados, los picadores llevaron al ruedo todo su saber para aplicarlo a la lidia, y se convirtieron en los verdaderos protagonistas de las corridas. Por ello, no sólo encabezaron los carteles de los festejos taurinos(2) por delante de los lidiadores de a pie -matadores y banderilleros-, sino que recibieron mayores honorarios que ellos hasta finales del siglo XVIII.
Saber realizar la suerte con destreza y eficacia permitía alcanzar un doble objetivo: propinar al toro el castigo oportuno y proteger al caballo de las acometidas del astado. Los caballos de picar de entonces no estaban protegidos por el peto, ni eran ejemplares de razas o cruces foráneos como en la actualidad(3); por tanto, el riesgo de derribo y cornada para montura y jinete era evidente, y grande la emoción con que los asiduos a las corridas vivían el espectáculo. Todo ello contribuyó a que los picadores fueran admirados y respetados por aficionados y profesionales, y a que cronistas, historiadores y tratadistas taurinos de épocas posteriores hayan coincidido, sin solución de continuidad, en la añoranza de aquellos años dorados del toreo a caballo de que hacían gala los varilargueros. Sirvan de ejemplo las palabras que en su libro, publicado en 1917, nos dejó el marqués de Tablantes acerca del esplendor que tuvo la suerte de varas en el siglo XVIII y de la necesidad de que los picadores de su tiempo la recuperaran, para que sus nombres continuasen "la serie de los famosos varilargueros, gloria de nuestros hombres de á caballo, que se llamaron Marchante, Laureano Ortega, José Daza, Amisas, Corchado y otros muchos "(4)
Precisamente, el apellido que primero cita Tablantes es el de una gloriosa dinastía de picadores asidonenses que ejercieron su profesión desde los albores del siglo ilustrado hasta mediados del XIX, destacando sobremanera en los dos primeros tercios del XVIII. José Mª de Cossío, en su monumental obra Los toros (vid. bibliografía), habla indistintamente de Marchante y Merchante, inclinándose por la segunda forma del apellido, decisión que considero errónea por dos razones: el apellido común asidonense es Marchante y, tanto en las reseñas del marqués de Tablantes como en los carteles que he podido ver -originales o reproducciones-, la forma que aparece impresa es Marchante. Así, por ejemplo, en los festejos celebrados en la Real Maestranza de Sevilla los días 14 y 15 de noviembre de 1733 se encargaron de picar los toros "Juan Marchante y sus tres hermanos"(5), es decir, Andrés, Pedro y otro del que desconozco el nombre y que nos ocupará más tarde. Hay que añadir un Cristóbal Marchante que, como también se verá luego, es de una generación posterior.
No es casual que sea el nombre de Juan Marchante el que encabece la relación del ejemplo citado, pues parece que fue el más diestro y, consecuentemente, el más famoso. Su pericia le valió el elogio de Moratín, Tixera, Daza(6) y otros escritores y tratadistas contemporáneos, de lo que se infiere que debió ser maestro en su profesión, excelente jinete y magnífico conocedor de caballos y toros, de terrenos y querencias, hábil en la lidia y en el auxilio de compañeros en lances comprometidos. Cuenta Daza una anécdota de Juan ocurrida en unas fiestas reales en honor de Carlos III: derribado por el toro, quedó atrapado bajo su cabalgadura y el morlaco se revolvió para cornearlo, pero se encontró con la respuesta del piquero que le propinó puñetazos y bofetadas hasta que acudieron en su auxilio; ni que decir tiene que la gesta fue muy aplaudida por el público. La carrera taurina de Juan Marchante fue bastante larga, pues desde que se presenta en la Maestranza en 1731 hasta 1770, toreó con asiduidad en toda España acudiendo regularmente a las citas de más responsabilidad: Sevilla y Madrid; sin olvidar una reaparición fugaz en 1790.
Más breve, pero igualmente brillante, fue la carrera de Pedro Marchante, que alcanzó su punto culminante a mediados del siglo XVIII cuando acude a picar a la plaza de Madrid de forma ininterrumpida durante quince años. De su saber taurino da fe el hecho de que el marqués de la Ensenada solicitase su asesoramiento acerca de asuntos de la lidia. Parece ser que también hizo sus pinitos en el arte del rejoneo, dato que subraya las cualidades que debió atesorar como caballista.
Andrés Marchante alcanzó menor brillo que los dos anteriores, aunque entre 1733 y 1741 actúa con frecuencia en las corridas celebradas en Sevilla, unas veces junto a sus hermanos y otras compartiendo cartel con las figuras del momento. No lo encuentro en festejos posteriores a 1750, por lo que debió ejercer la profesión menos tiempo que sus hermanos Juan y Pedro.
El cuarto de los hermanos Marchante plantea grandes dificultades en cuanto a su nombre y trayectoria profesional. Su nombre de pila no aparece recogido por Tablantes, Cossío o Sánchez de Neira (vid. bibliografía) ya que, como en el caso citado antes, aparecía sólo el nombre de Juan por delante o bien denominados en grupo: "Picadores: los hermanos Marchante y Pedro Esteban que ganan 1.000 reales cada uno"(7); se deduce de ello que mientras estuvo en activo no debió torear independientemente con otros compañeros.
El último de esta saga de picadores es Cristóbal Marchante, al que tampoco citan los tratadistas mencionados anteriormente. El único dato fiable que poseo de su existencia es un cartel correspondiente al 1 de junio de 1830 de la plaza de toros del Puerto de Santa María que reza así: "Picadores: Juan Mateo Castaño de Vejer, si llegase á tiempo, Bernardo Botella y Cristoval Marchante de Medina Sidonia, quedando de reserva Manuel González de Utrera". Debió ser este Cristóbal hijo de alguno de los famosos Marchante del siglo anterior y, por los pocos datos que de él se conservan, de menor brillo.
Contemporáneos de los Marchante fueron Diego y José Benítez. José Mª de Cossío considera a Diego el más aventajado, porque lo encuentra en un cartel de la Maestranza sevillana del año 1736, y cree que fue el único de la familia que actuó en coso tan prestigioso. Sin embargo, José fue contratado para torear en dicha plaza los años 1740, 1746 y 1751, compartiendo cartel con las figuras del momento, y es elogiado singularmente por Daza. Como sucedía con sus paisanos, al ser hermanos, actuaron juntos con frecuencia.
En su tratado taurino, José Daza hace elogio de otros picadores asidonenses que compartieron cartel con él y otras figuras: Juan Caballero, Camero -no nos ha llegado su nombre- o Francisco Gómez de Andrade. En particular se refiere a este último diciendo que, cuando daba una buena tarde de toros, rayaba a la altura de los mejores.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII asistimos al avance paulatino, pero firme, del toreo a pie en detrimento del ejecutado a caballo. No por esto dejaron de tener protagonismo los picadores, ni Medina vio agotada su cantera de excelentes varilargueros, pues la fama de los que hasta aquí hemos mencionado debió fomentar la afición entre sus paisanos. La primera figura destacada de este período es Pedro Ortega, que pica en la plaza de Madrid con asiduidad los años correspondientes a la década de 1790, muchas veces a las órdenes de Juan Conde y José Romero(8). Sus contemporáneos lo tenían en gran consideración por su bravura y entrega.
Cristóbal Ortiz es el más destacado de otra familia de toreros de Medina Sidonia, donde nació el 21 de julio de 1750. Se presentó en Sevilla el 12 de septiembre en 1779 en una corrida de novillos, y en Madrid el 11 de mayo de 1795 para tomar la alternativa de manos de su hermano Antonio. Aparece con frecuencia en los carteles de la capital del reino desde 1796 hasta 1830, con un paréntesis entre 1805 y 1815, que en parte se debería a la Guerra de la Independencia. En Sevilla torea en las mismas fechas que en Madrid y alarga sus comparecencias hasta 1832, la mayoría de las veces con los destacados matadores Francisco Herrera Guillén y Antonio Ruiz Sombrerero. Fue Cristóbal un caso curioso de longevidad artística, en gran medida forzada por su carácter rumboso y poco previsor; aparece citado en una reseña de la corrida celebrada en Madrid el 27 de julio de 1827 en la que se dice que cumplió bien "a pesar de su edad septuegenaria"(9) (¡había cumplido los 77 hacía quince días!). Murió a consecuencia de una caída que le produjo un toro en Almagro, el 27 de agosto de 1832, al ser su caballo alcanzado y levantado de los cuartos traseros, cayó de cabeza al suelo. Fue conducido a la enfermería conmocionado y falleció en la madrugada del día 28, con 82 años de edad y más de cincuenta de lidiador. Por todo lo relatado, debe incluírsele entre los más destacados de su profesión por su destreza, habilidad, fuerza y conocimiento de la lidia, virtudes que le sirvieron para suplir con experiencia, en la vejez, la pérdida de las facultades juveniles. El hecho de que su trágica muerte se produjera en Almagro no debe llevarnos a pensar que, siendo mayor, sólo comparecía en las plazas de menor categoría: lo encuentro en un cartel de la plaza de Sevilla para actuar el 22 de junio de 1832, dos meses antes del mortal percance.
Antonio Ortiz, su hermano y padrino de alternativa, se doctoró en Madrid en 1794 de manos de Chamorro, que luego fue su compañero en la cuadrilla de Pedro Romero; este dato nos da una idea de la categoría de Antonio como picador(10). Aparece en los carteles de la plaza de Madrid los años siguientes a su alternativa, pero no lo encuentro ya en los inicios del siglo siguiente.
El resto de esta saga de picadores se completa con Francisco, Manuel y Pedro Ortiz. El primero torea en Madrid los años de 1818 y 1820, y no sé si se trata de un hijo de Cristóbal o de otro miembro de la familia Ortiz, pues los otros dos son reconocidos por Cossío como hermanos y sobrinos del mencionado Cristóbal. Sabemos que Manuel acompañaba a su tío el día nefasto de Almagro, y que Pedro actuó con más frecuencia que su hermano y parecía tener mejores facultades.
Concluida la invasión francesa, en los años siguientes a ella encontramos nombres nuevos entre los picadores de primera fila que tuvieron su cuna en nuestro pueblo. El primero de ellos es Alonso Pérez que, según Cossío, nació en Medina Sidonia el 20 de enero de 1797 y en algunas ocasiones se anunció también como Laureano Pérez e Ildefonso Pérez Navés, indistintamente. Esta hipótesis del gran erudito taurino me parece poco sólida si se contrastan los datos que él mismo aporta en sus notas sobre cada una de las tres "personas" citadas. Tomando la fecha de nacimiento como cierta, no parece probable que hiciera su presentación en Madrid el 19 de septiembre de 1814 (¿con 17 años?) con el nombre de Laureano; o que falleciese en la plaza de la misma ciudad el 7 de noviembre de 1818, esta vez como Ildefonso. Añadamos a esto que el nombre de Alonso Pérez vuelve a aparecer en los carteles de Granada de 1830. Modestamente pienso que don José Mª considera personas distintas a Alonso Pérez y Alonso Pérez, el Mínimum, pues de este último sólo reseña el dato que da Sánchez de Neira, que señala que fue un picador que actuó en el primer tercio del siglo XIX sin indicar de dónde era. Un documento aportado por el marqués de Tablantes(11) puede deshacer el entuerto, pues entre los papeles del año 1819 que para su obra revisó este autor, encuentra un oficio dirigido al Teniente de la Real Maestranza de Sevilla referido a un monje que colgó los hábitos para dedicarse a la profesión de picador y pidiendo que no se le dejase actuar: "He llegado á entender que Fray Alonso Perez natural de Medina Sidonia, aun Religioso profeso de mi sagrada religión mínima, se halla escriturado ante V. S. para picar, en las próximas fiestas de toros que se han de celebrar..." El Teniente le contesta que nada puede hacer, pues el tal Alonso ya había picado en Madrid y en otras plazas, y además se había casado dejando atrás su vocación religiosa. Esto explica el apodo taurino -había pertenecido a la Orden Mínima- y la confusión que Cossío reconocía ser incapaz de resolver. Sí debe tenerse por cierta la muerte de nuestro protagonista en una corrida de toros matinal a consecuencia de una caída del caballo al ser éste empitonado por el toro, aunque no tenemos la fecha de la nota de prensa que recoge el suceso.(12)
Citemos para terminar los nombres de Francisco Fernández y Bernardo Botella. El primero aparece en los carteles casi siempre como reserva, aunque también alternaba como puede verse en carteles de 1822. Bernardo alcanzó mayor prestigio que el anterior y así lo delatan sus actuaciones de 1830 y 1832 en Sevilla, o su presentación en Madrid al año siguiente. Este picador es el que comparte cartel con Cristóbal Marchante en la corrida del Puerto de Santa María citada más arriba.
Aparte de los picadores citados, seguramente algunos de los que se desconoce su lugar de nacimiento serían de Medina, pues este breve repaso nos ha dado muestra de cuánta afición había entonces en nuestro pueblo por tan noble y arriesgado oficio. Me gustaría concluir animando a quienes esto lean a que valoren a estos paisanos que llevaron el nombre de Medina Sidonia por toda la geografía taurina y lo engrandecieron con sus gestas lidiadoras; y animarles también a que profundicen en el conocimiento de la extraordinaria contribución que Medina ha hecho a lo largo de los siglos a la fiesta de los toros. Por último, deseo dedicar este escrito a D. Julián Sánchez -recientemente fallecido- que tantas veces nos llevó a ver toros al Puerto a su hijo Sebastián y a mí: In memoriam.
Bibliografia:
- COSSÍO, José Mª de, Los toros. Tratado técnico e histórico, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. Tomo III, 12ª edición.
- NARBONA, Francisco y VEGA, Enrique de la, La Maestranza... y Sevilla (1670-1992), Madrid, Espasa-Calpe, 1991. Colecc. La Tauromaquia.
- OSBORNE, Toros en el Puerto, folleto sobre la historia de las fiestas de toros y de la plaza del Puerto de Santa María editado por Bodegas Osborne, 1963, 2ª edición.
- SÁNCHEZ DE NEIRA, José, El toreo. Gran diccionario tauromáquico, Madrid, 1879.
- TABLANTES, Excmo. Sr. Marqués de, Anales de la Real Plaza de Sevilla, 1730-1835, Sevilla, Guadalquivir Ediciones, 1989; 3ª edición (facsímil).
Notas:
(1) Los dos matadores de toros asidonenses más destacados, Melchor Calderón y Francisco Núñez Currillo, están separados en el tiempo más de dos siglos. El primero de ellos fue primera figura de mediados del siglo XVIII y tenía fama de banderillero completísimo y matador fulminante; cuentan las crónicas que, cuando entraba a matar, no dejaba de empujar hasta tener la certeza de que el toro saldría rodado del encuentro.
(2) Vestigio de su antiguo protagonismo es que los picadores puedan lucir bordados de oro, como los matadores. Igualmente, aunque han cedido el primer lugar en los carteles, siempre son los primeros en la nómina de subalternos de cada matador.
(3) El peto se convirtió en impedimenta obligatoria para los caballos de picar en 1927, y la raza predominante hasta la 2ª mitad del siglo pasado era la española, o bien los cruces con árabe y de tres sangres (hispano-anglo-árabe).
(4) Op. cit. en la bibliografía; pág. 235.
(5) Tablantes, op. cit., pág. 66.
(6) Tanto Tablantes como Cossío citan continuamente a este picador y caballista del siglo XVIII que, una vez retirado, mandó copiar en 1770 su obra Precisos manejos y progresos condonados en dos tomos. Del más forzoso peculiar del Arte de la Agricultura que lo es el del Toreo. De aquellos dos autores tomo las referencias de este tratado.
(7) Reseña de los festejos celebrados los días 20 y 22 de octubre de 1736 en la Real Maestranza de Sevilla, Tablantes, op. cit., pág. 68.
(8) Juan Conde, matador de toros de Vejer de estimables cualidades. José Romero, famoso matador hijo de Juan Romero y hermano del gran Pedro Romero.
(9) Cossío, op. cit.: s.v. ORTIZ (Cristóbal).
(10) El rondeño Pedro Romero, junto a matadores como Pepe-Hillo, Joaquín Rodríguez Costillares o Jerónimo José Cándido, logró imponer definitivamente la hegemonía del toreo a pie sobre las demás formas de lidia en el último cuarto del siglo XVIII.
(12)Cossío, op. cit.: s.v. PÉREZ (Alonso).
* Nacido en Medina Sidonia, en el año 1961, se aficionó desde muy joven al mundo del toreo, siendo su mayor deseo el de ser torero. Esta vocación se vió truncada, en beneficio de los estudios universitarios, licenciándose en Fillología Hispánica. Actualmente reside en la provincia de Sevilla, ejerciendo la docencia en un instituto de enseñanza secundaria de Gerena.
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