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 LA GENIALIDAD DEL EXCÉNTRICO

Ramón Pérez Montero

 

Cierro los ojos y trato de imaginarme a don Mariano. Veo al individuo barbado y de porte escuálido que apenas si da para el modelo en bronce de su futura estatua. Lo veo caminando con sus manos cogidas a la espalda por las calles del pueblo, sereno y aristocrático, a esas horas en que, por lo temprano, no se tropieza uno apenas con paisanos en las aceras. Veo en él al tipo raro que rehuye en lo posible el trato con las gentes y que prefiere estar todo el día encerrado, dedicándose, artista en su torre de márfil, a ver cómo pasa la vida por debajo desde el balcón alto de su casa.

Don Mariano debe de ser el hombre metódico que tiene cada cosa en su sitio y cada hora del día destinada a su concreto quehacer: el bajarse disciplinadamente de la cama con las primeras luces, el tomarse en silencio el desayuno, el leer con avidez el libro que tenga entre manos, el enclaustrarse en el escritorio, el rito diario del almuerzo, el ratito sagrado del sestear en la antigua mecedora, los momentos de tertulia con las amistades de sus hermanas frente al tintineo de las tazas del café, la frugalidad de la cena, el último repaso a las cuartillas antes de meterse, bien ajustado el gorro de dormir, muy temprano de nuevo en la cama.

Algunas mañanas, sobre todo en verano, casi con los gallos, se acerca a la huerta familiar. Cierro los ojos y ya lo estoy viendo caminar calle del Cristo abajo en busca del cementerio, haciendo el mismo recorrido de los entierros, desde la Victoria hasta la última morada. Luego torcer por la angosta, empinada hijuela de piedras sueltas y llegar hasta la huerta de la Cigarra. Lleva una carpeta de cuero bajo el brazo. En su interior hojas en blanco que irá garabateando a la sombra del emparrado, frente a la entrada de la sobria casa de campo. Eso si es que el Levante juguetón no acaba por arrancárselas de sus manos. Don Mariano, página a página, quizás sin darse del todo cuenta de ello, está dedicado en cuerpo y alma a la tarea de ir construyéndose a sí mismo.

Ahora debe andar frisando los cincuenta. Se sabe en plena madurez humana y literaria. En esta época, recién entrado el tercer cuarto del diecinueve, Flaubert ha escrito ya La educación sentimental y Zola ha dado vida a su Germinal. También Tolstoi ha regalado ya al mundo su Ana Karenina. Dostoievski quizás no haya puesto aún el punto y final a Los hermanos Karamázov. Galdós hace pocos años que ha dado a la imprenta Fortunata y Jacinta. Y Clarín casi por las mismas fechas ha hecho lo propio con La Regenta. Mientras las grandes plumas del realismo europeo se entregan a la ingente tarea de confeccionar novelas de ochocientas, novecientas, el millar de páginas, don Mariano, en este humilde rincón del mundo, se contenta con completar ristras de artículos que apenas si logran superar el costumbrismo de aquellos tiempos románticos. No le importa. Lo fundamental es seguir escribiéndose a sí mismo.

Ya la gente ha comenzado a creer de él que cada primavera manda encalar no la suya, sino la fachada del vecino de enfrente porque es la que sus ojos contemplan desde su casa. Ya se ha corrido la especie de que al salir a la calle saca el tarugo de madera de la urna de cristal depositada a tal efecto sobre la repisa de mármol del zaguán, y que en cuanto regresa lo vuelve a colocar dentro para que sepan a qué atenerse quienes vengan a visitarlo. Don Mariano ha criado ya fama de personaje curioso, ‘manioso’, algo excéntrico. Pero a él lo único que le interesa es ir cobrando vida entre sus páginas, por las que, más de un siglo después, podemos decir que anda vivo todavía.

Sí, don Mariano sigue respirando hoy en una prosa tan elegante y pulcra como su dueño, exquisitamente respetuosa con las normas de ese castellano que, llegada la ocasión, sabe llevar hasta la filigrana. Prosa siempre disciplinada y comedida que, sin dejar de ser chispeante, se entretiene en la bagatela gastronómica, en la curiosidad filatélica, en la nimiedad postal, en determinado pasaje del Quijote, en la extravagancia histórica, en la más trivial de las anécdotas. Y todo ello rebozado con el humor limpio de un espíritu burlón que en cuanto la circunstancia se lo permite, se apresta a darnos, cervantinamente, gato por liebre. Porque don Mariano, oculto tras ese seudónimo de falsas resonancias germánicas pero bien elocuente, ajeno en todo momento a cualquier preocupación de índole social, se complace en embaucar al lector con una suerte de literatura epistolar en la que tan engañoso parece en la mayoría de las ocasiones el receptor de la misiva como delusorio el remitente.

Y es justo ahí donde en mi opinión nuestro hombre acierta. No sólo en dotar a sus socorridos interlocutores de los atributos propios de los personajes literarios sino sobre todo en crearse a sí mismo como protagonista, si se quiere antagonista, de sus peculiares intercambios. Es justo ahí, por el acto milagroso del manejo inteligente del lenguaje, donde cobra vida el hombre que habla y piensa, polemiza, se apasiona, informa, replica o aconseja, y que se nos manifiesta por ello, paradojas del arte, auténtico ser de tinta y letras, como hombre verdadero. Estuvo justo ahí la genialidad del excéntrico que fue capaz de rellenar de vida la cáscara hueca del personaje estrafalario.

Cierro los ojos y veo a don Mariano con su bata puesta, sentado en su escritorio. Moja la pluma en su tintero, escribe su última frase y pone el punto final a su trabajo. Se levanta satisfecho y se dirige en busca del espejo de marco de caoba colgado en la pared. Desde aquel fondo de azogue, mientras se aprieta el nudo de la corbata, el doctor Thebussem le sonríe.

 


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