Relato: Los ojos del enemigo

Ramón Pérez Montero

 

Nada más malo hay que reconocerse, se lo digo yo, mi brigada. Nada peor hay que tropezarse con uno mismo en medio de la madrugada cuando uno menos se lo podía esperar, mi brigada. Que no hay cosa más mala, mi brigada, que irte a encontrar de sopetón con tu misma cara en el fondo de espejo oscuro de la noche, en ese instante en que parece que sólo para eso se borra de pronto esa neblina que no te deja ver lo mismo que el vaho de la humedad que, tras la ducha, empaña por dentro un cuarto de baño a la hora de quererte afeitar. Tu misma cara únicamente que mucho más morena y sudorosa o mojada, y desde luego que con esos ojos que parece que se quieren salir de sus cuencas de rellenas como están entonces de espanto, mi brigada.

Y por si esto fuera poco, por si esto de por sí no fuera ya bastante, para eso estaba también allí, esa misma noche sin luna, el cabo García. El cabo García, mi brigada, con sus mismas voces de siempre para que ni por un momento se nos fuera a olvidar que desgraciados de nosotros si se nos escapaba uno solo de aquellos muertosdehambre que acababan de desembarcar de la patera, que vaya paquete que nos caía si se nos escapaba uno solo de esos hijosdeputa que se nos vienen a colar aquí para quitarnos a nosotros los pocos puestos de trabajo que tenemos. Y una y otra vez nos lo repetía a gritos desde entre la espesura de los pinos, desde allí donde se quedó bien emboscado para atrapar él a cualquiera de esos desesperados que hubiera logrado burlar el cerco que nosotros, mis compañeros y yo, abrimos a mismo pie de playa, más o menos a la altura de ese punto en que el cabo nos indicó que se habían arrojado al mar desde la patera a unos cien metros de la costa, mi brigada.

Porque usted también sabe que el cabo García, tal vez por su afición a la caza, tiene una habilidad especial para ver de noche el movimiento de la presa allí donde los demás nos hundimos en el fango espeso de la más completa ceguera. Por eso fue él quien nos señaló a voces el punto de la costa donde sus ojos detectaron que todos aquellos espaldas mojadas estaban desembarcando como ratas para que los números corriéramos hacia la playa a esperarlos, con la idea de ir dándoles caza uno a uno apenas pusieran sus pies de mugre sobre la arena. Y ya le digo, mi brigada, que sus voces de advertencia seguían saliendo de entre medio de los pinos en la distancia que ya nos separaba, pero era mismamente como si cada uno de nosotros las llevase pegadas a su espalda, sintiendo casi su aliento justo detrás de tus orejas, con la única intención de que la lástima no fuera a hacer otra de las suyas, ni nosotros la vista gorda para que algunos de aquellos desgraciados pudieran atravesar el cerco que les habíamos tendido sobre la arena. Y es que el cabo García no la padece, pero desde luego que sabe de los peligros de la lástima en momentos como esos, mi brigada. Y por eso se esfuerza en rellenar con miedo los boquetes que la lástima puede abrir en tu corazón a la hora de dar el alto al ilegal que la suerte escoge para que se dirija corriendo, como el conejo en busca del lazo, justo hacia el sitio donde tú lo estás esperando, y le tengas que ordenar entonces que se tire al suelo, boca abajo, con las manos por detrás de la nuca, cuando seguro es que ni te entiende lo que le estás queriendo decir.

Porque también uno sabe lo que es que le hablen a uno sin entender lo que te dicen, mi brigada, pero sabiendo que no te están queriendo decir nada bueno. Que también uno sabe lo que es estar en un país del extranjero, y conoce uno cuándo los del lugar te están mirando como a un enemigo cuando tú en verdad que has ido allí obligado por la pura necesidad, porque en tu tierra tienes más que visto que no habrá manera de llevar a tu casa, en el momento en que quieras formar tu propia familia, todo lo que una casa necesita. Y sólo por eso se va uno de su tierra, a Suiza, a Francia, a Bélgica, a Alemania, o donde haga falta, mi brigada, como también hice yo cuando con dieciocho años me llegó como a tantos otros mi hora, y tuve incluso que reñirle a mi madre para que no llorara más, y no me lo pusiera todavía más difícil de lo que ya era aquello de por sí. Así que de más sabe uno lo que es querer que te miren como a un amigo, como a una persona honrada y trabajadora que no ha ido allí a quitarle nada a nadie sino a ganarse decentemente ese sueldo que en su tierra no encuentra, y sabe uno lo que es querer decirles todo esto y no tener entonces las palabras de ellos para así poderlo hacer, mi brigada.

Y ya le digo que aquella noche estaba muy justita de luz, porque no había ni pizca de luna, y solamente el mar tenía un brillo tembloroso de espejo, allá en la lejanía, al reflejar sobre su agua negra el recorte luminoso de la ciudad sobre la costa. Pero limosna esta de luz que fue la que debió bastarle al cabo García para descubrir la maniobra de aproximación de la patera cargada hasta los topes de inmigrantes, y para ver, digo yo, cómo ésta los iría vomitando uno tras otro más o menos a unos cien metros de distancia de la orilla. Y a partir de ese momento, ya le digo, comenzaron a sonar en el silencio de la noche las voces airadas del cabo García para que a nosotros, a mis tres compañeros y a mí, que habíamos estado patrullando con la esperanza de terminar nuestro servicio sin que hubiera jaleo, se nos removiera por dentro el cieno del odio, y lo mismo que los perros rabiosos lo hacen sin mirar nada en busca de sus presas nos lanzásemos a la captura de aquellos cabrones si es que no se ahogaban antes. También yo, mi brigada, noté entonces, para que voy a negárselo, que la punzada grande del rencor, como la picadura de un alacrán, me envenenaba la sangre de las venas, y que ese veneno me obligaba a correr hacia la misma orilla del mar, y a permanecer agazapado detrás de una duna a la espera de que aquellos miserables pisaran tierra firme, para que la lástima no me borrara del pensamiento que ahora era yo, tal y como años atrás habían hecho conmigo, el que podía tratar ahora al extranjero como enemigo, y, si no, sólo para eso seguían sonando como amenazas desde entre los pinos las voces sin desmayo del cabo García.

Y esa noche, mi brigada, lo recuerdo tan nítido como si todavía estuviera allí, una suave brisa llena de olor a sal no paraba de mecer entonces los jaguarzos salvajes, y el sonido del mar, al extender una y otra vez sus olas de espuma sobre la arena, semejaba la respiración honda de un gigante ciego que permaneciera entonces plácidamente dormido. Fue entonces cuando allí mismo escuché, enturbiadas con el chapoteo de las pisadas urgentes en el agua, aquellas voces entremezcladas que no entendí, pero que llevaban por dentro los ecos de ese mismo pánico que vive en lo más profundo de todas las pesadillas. No le miento, mi brigada, si le juro que en esos momentos habría preferido ampararme en aquella completa oscuridad, y en los densos velos que la niebla había ido tejiendo con la humedad del aire marino, para hacer la vista gorda y permitir que aquellos desdichados escaparan y dejar que fuera la suerte la que decidiese su destino. Pero justo para que eso no fuera a ocurrir estaban allí las voces sin descanso del cabo García pegaditas a tus oídos como el mal aliento de un borracho, los gritos insultantes que nos obligaban a buscar con toda la codicia de nuestras miradas a aquellas sombras parlantes que se advertían mutuamente de los peligros, y que se daban unas o otras consignas inentendibles con la única ansia de escapar a toda prisa de allí para alcanzar cuanto antes la espesura de los pinos.

Y el azar tiene esas, mi brigada. Que a veces te coloca por delante, cuando tú menos te lo esperas, precisamente eso que tú nunca habías pensado ver. Y para mí, aquella noche fatídica, el azar quiso que de golpe y porrazo, según me puse de pie al sentir muy cerca ya las pisadas, se me apareciera a dos palmos de mí, mismamente como si fuera mi propia imagen que se dibujase por fin nítida en un espejo de cuarto de baño según se disipa de su superficie el vaho del agua caliente de la ducha, aquel rostro ennegrecido, mojado o sudoroso, y desde luego que con aquellos ojos que se querían salir de las cuencas de repletas como venían entonces de espanto, y en el que yo por desgracia no tuve otra cosa que ver sino mi propia cara, mi brigada, aquella cara en la que también los demás creyeron descubrir en su día los ojos del enemigo. No me quedó más remedio que dar el alto y ordenar entonces, de la manera más enérgica que fui capaz, que se tendiera de inmediato boca abajo con las manos a la nuca, al tiempo que cargaba mi fusil y le apuntaba con él en el pecho. Sentí que la lástima, al igual que las olas lamían muy suavemente una y otra vez la arena, estaba poniendo todo su empeño en convencer a mi ánimo de que lo dejara escapar, mi brigada, pero para entonces también el veneno de un profundo odio contra no sabía bien quién se me había extendido por todas mis arterias, y un repentino deseo de vengarme de antiguas humillaciones me invadió cuando aquel maldito extranjero se empeñó en no hacer lo que yo le estaba ordenando seguramente porque no me lo entendía.

Yo de más recordaba cómo el cabo García ponía fin a estos episodios en que cualquiera de esos desharrapados con los que tenemos que bregar a diario por imperativos de nuestro destino aquí en la frontera del agua, osaba contravenir durante más de treinta segundos seguidos una orden de la benemérita. Un culatazo en el pecho y de inmediato otro en la espalda, conforme estaba caído, si aquel mamón seguía en sus trece de no comprender, porque el lenguaje de la leña es universal y todo el mundo lo entiende, nos había repetido él mismo a los que en multitud de ocasiones fuimos asombrados testigos de su desenvoltura, mi brigada. Pero yo, aquella noche, no atiné con la manera ni el instante de darle ese mal golpe a aquel hombre que estaba parado delante de mí, sin hacerme ni puñetero caso y más que dispuesto a desaparecer de mi vista como si se tratara de un espejismo, para que tuviera que ser el cabo García el que acabara capturándolo y utilizándolo después como prueba para meternos un paquete, a mis compañeros y a mí, por nuestra clara negligencia en el cumplimiento del deber. Por eso le volví a repetir a gritos la misma orden estando más que seguro de que por más que gritara no me la iba a entender, porque ya le digo que yo tuve la cosa tonta de ponerme entonces en su lugar, y desde allí veía que le era imposible comprenderme, porque no podía evitar irme hacia atrás con la misma resaca de la memoria, cuando tampoco yo entendía lo que me quería decir un airado capataz, una fresca verdulera o un maldito policía, y eso, mire usted qué estupidez, mi brigada, también hacía que me odiara a mí mismo con todas mis fuerzas desde el lado del otro, y por eso digo yo que sería para acabar de una vez con aquella angustiosa situación, que aquel antiguo rencor no quiso esperar más y optó por hacer fuerza sobre el gatillo de tal manera que hasta a mí me asustó el crujido del fusil que sostenía entre mis manos, cuando mis ojos se inundaron con la luz de ese relámpago de pólvora que iluminó de pronto la noche para que yo viera, durante uno de aquellos fragmentos de segundo en los que se rompió la noche, cómo caía muerto ante mí aquel hombre en cuyo rostro yo había tenido la mala suerte de ir a encontrarme, y de quererme además reconocer justo cuando menos me lo podía esperar, mi brigada.

 


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