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 La muerte de diego de la hoya
1.ª PARTE


Ana Fernández García

 

Extraído del Archivo de los Duques de Medina Sidonia, que se encuentra en el Palacio Ducal de Sanlúcar de Barrameda, llegó a mis manos este relato que narra un suceso acaecido en nuestra ciudad, que fue el asesinato de Diego de la Hoya, vecino de la misma. Siendo Medina Sidonia ciudad de Señorío por estas fechas, estaba bajo la tutela de los Duques, que tenían la potestad, entre otras, de administrar justicia. El expediente del juicio por el asesinato de Diego de la Hoya quedó en sus archivos, llegando hasta nosotros para su conocimiento, tanto del hecho en sí que se narra, como de costumbres y formas de vida propias de nuestro pueblo en el siglo XVII.

 

Medina Sidonia en 1680 era una ciudad próspera. Ocupada la mayor parte del término por tierras de propiedad común, los vecinos tuvieron pastos y tierras de labor sobradas. Era pueblo de hidalgos o caballeros, obligados a servir en la guerra, por tener más de 2.000 ducados de renta, pero no aristócratas. Controlaba el lugar una burguesía fuerte y pasablemente enseñada, por contar con maestro de gramática, que enseñaba gratis a los pobres, cobrando a los ricos.

En tiempo de María de Gomar, protagonista de esta historia, se conservaba la costumbre de que las mujeres saliesen cobijadas, descubriendo únicamente un ojo. A María convino igualmente tradición que aún se conserva en la sierra: las mujeres servían al marido, absteniéndose comer en su compañía, siendo considerado desacato inadmisible que se sentasen a la mesa.

María era mujer de Diego de la Hoya, hombre maduro, ganadero fuerte, que redondeaba ingresos ejerciendo de trajinero, con casa dotada de accesoria destinada a despacho de vino. Pasaba buena parte de sus días y sus noches fuera de un hogar donde nada faltaba. Diego era hombre ahorrativo, como todos los de la sierra. No dilapidaba en lujos pero tampoco escatimaba en lo necesario.

Diego casó talludo, con muchacha bien emparentada, mejor parecida, pero sin posibles, que no perdió la oportunidad de mejorar el porvenir. Sin hijos y aburrida, se procuró quien le diese conversación, alquilando cuarto "arrimado" a la casa, comunicado con el sobrado. Sería su inquilina una viuda reciente, que tenía por hijo a Blas Galindo, aprendiz de zapatero. Portador de bigote poblado y barba, entonces de moda, apuesto y joven, no tardó en eclipsar a Diego.

Encaprichada María y recíproca la atracción, compartir el mismo techo facilitó unas relaciones discretas. Pasaron desapercibidas al marido, pero no a los vecinos, que aconsejaron a la madre que se mudase de inmediato, para evitar males mayores. La mujer achacó la sospecha a las malas lenguas, pero temiendo que algo hubiese, vigiló al hijo.

No tardó en sorprenderle saliendo del dormitorio de María. Arremetiendo contra ella le reprochó su comportamiento, que no merecía un marido bueno, generoso y en edad que garantizaba viudedad prolongada y acomodada, pues el capital que Diego aumentaba sería para ella. Negó María el pecado, pero al no tener intención de dejar de cometerlo, advirtió que de ser su gusto nadie podría quitárselo. El desparpajo aconsejó a la madre presionar al hijo, que aconsejó a la madre no meterse en sus asuntos.

Creyendo que la vergüenza haría renunciar a la pareja, la anciana decidió sorprenderles "holgando" en la cama. Un día irrumpió en la habitación sorprendiéndoles de tal guisa que no pudieron negar la evidencia. La Gomar aguantó el chaparrón, soportando las recriminaciones. No quería ofender a una mujer a la que se proponía engatusar para asegurarse al hijo. No imaginaba que la madre de Blas había tomado la decisión de mudarse. Pretextando el mal estado del cuarto cambió de domicilio por Todos los Santos de 1683, entre los insultos de María y los golpes del hijo.

No queriendo renunciar al amante, María se procuró celestina, alquilando el cuarto a Isabel Ortiz, que llegó a Medina Sidonia con su hija Ana Ximénez, de 16 años, por alejarse del marido, del que se había separado. Instalada en la casa el 10 de febrero de 1684, Isabel trabó amistad pública con Blas, abriéndole cada día su puerta sin miedo a las malas lenguas, porque nada tenía que perder pero sí mucho que ganar, sirviendo de celestina a María. En las ausencias de Diego la pareja usaba el lecho conyugal. Estando presente, María lo compartía con el esposo, al que abandonaba apenas se dormía. Cerrando la habitación con llave y por fuera, para evitar sorpresas, corría al sobrado para holgar con su amante hasta el amanecer.

Despistado Diego, las relaciones hubiesen continuado sin incidentes de no intervenir los celos de Blas, quizá excitados por el deseo de tener zapatería propia, disfrutando de la herencia del difunto a través de su viuda.

Se cuenta que levantó el ladrillo de la solería para seguir por los entresijos del tablado las evoluciones del matrimonio. Como el marido estaba en plenitud de facultades, lo que veía Blas le sacaba de quicio y en su desesperación se arrancaba los pelos del bigote y de la barba, asustando a Isabel.

Pero la idea de matar no fue suya. La tuvo María, que le confesó que un día se acostó con una daga dispuesta a matar al marido. Mientras dormía le buscó el corazón a oscuras, estando por tres veces a punto de apuñalarle, pero se había "cosquillado" entre sueños cambiando inoportunamente de posición.

La idea de desembarazarse del obstáculo que impedía a la pareja disfrutar de capitalito germinó en Blas. De no faltarle valor, además de experiencia, la hubiese ejecutado personalmente. Buscó un matón a sueldo que cargase con toda la culpa, lo que no era fácil en Medina. Tras madura reflexión, pensó en Juan Arias, que a los 20 años se había llevado por delante a Gaspar Gutiérrez en el calor de una discusión, aunque se arrepintió públicamente y cambió hasta de genio, por lo que lo descartó de inmediato.

Concluyó que el único del pueblo susceptible de matarlo era Alonso Ximénez, liberto de Juan Preste, que buscaba desesperadamente dinero para instalarse en cualquier parte donde no supiesen que había sido esclavo, o quizá para regresar a su tierra, dejando de ser cristiano.

Como el crimen de encargo era caro, Blas acudió a su segunda profesión, la de tahur, para reunir 100 reales de plata. No habiendo precedente en la historia local de jugador que abandonase la partida sin ofrecer revancha al perdedor, aquella noche además de amigos perdió reputación.

El segundo día de Pascua del Espíritu Santo jugaba el liberto a las bolas junto a la casa del alcaide, cuando Blas se presentó. Llamándole aparte, le pidió que le acompañase hasta el castillo, donde a resguardo de miradas ajenas le enseñó la bolsa. Había plata suficiente para cambiarle el porvenir, y se imaginaba ya de regreso a su Berbería natal, pero bastó un instante de reflexión para que rechazase la oferta.

Blas intentó convencerle de que matar a Diego de la Hoya era un acto de justicia, ya que malvado por naturaleza, maltrataba despiadadamente a su mujer, y se declaró testigo de excepción por haber sido su inquilino. Contó que en más de una ocasión Diego le había perseguido, armado de espada y daga, por interrumpir una paliza conyugal.

Creyendo calmada la conciencia de Ximénez, Blas le llevó al camino por donde habría de pasar Diego de la Hoya aquella misma noche entre las 11 y las 12. Solitario el lugar, era seguro que no habría testigos, salvo Blas, que quedaría por los alrededores para apoyarle. Recibidos 50 reales por adelantado, le daría el resto rematado el trabajo, para que pudiese marcharse sin pasar por el pueblo. Cuando descubriesen al muerto estaría en Sevilla y seguro, pues en la ciudad nunca se atrapó delincuente.

El liberto no se dejó convencer. Era un hombre de principios, y le explicó a Diego que si había ofensa de por medio a él le tocaba matarle y no a otro. Dejando plantado a Blas, Ximénez fue en busca de un hermano que tenía en Medina a pedirle consejo. Informado de la insólita oferta, el hermano corrió en busca de la madre de Blas, poniéndola al corriente de los malos pasos del hijo. Temiendo lo peor, pues desde la muerte del padre no conseguía hacer carrera del muchacho, pidió al liberto que contase la historia a un cura o persona de autoridad, que pudiese impedir el crimen.

Estaba fuera de lugar acudir al Corregidor o al Alguacil, pues el deshonor que caía sobre el chivato era superior al que caía sobre el asesino y acordaron tomar como confidente al licenciado Antonio de Taivilla, en quien tenían confianza, porque además de ser cura, era del pueblo. Amigo como era de Diego, le avisaría directamente para que se guardase.

Contó el clérigo a Diego el pecado, sin mencionar al pecador. Diego, preocupado y mohíno, acudió en busca de Benítez."Compadre, he oido decir que me quieren matar", espetó sin preámbulos. Benítez rió:"¡Vaya lo que se le ha metido en la cabeza al viejo!". Al saber que el cuento procedía del licenciado Taivilla, Benítez, anticlerical por tradición familiar, maldijo a los curas que para tener a la gente dominada, asustaban inventando chismes, pensando que el miedo les llevaría a la iglesia. Sin enemigos, por no haber hecho daño a nadie, aconsejó al compadre ahuyentar esas ideas, efecto de habladurías inconsistentes.

Pasados dos días regresó Diego aún más cariacontecido. Taivilla le había visitado otra vez para repetir que se guardase, pues le querían matar, sin decirle quién ni por qué. A Benítez no le preocupaba la seguridad de su amigo, pero si su salud mental. Entretanto la Gomar se había presentado en su casa, preguntando si sabía quién quería matar a su marido. A punto estuvo de despacharla con cajas destempladas, pues corrían rumores de sus relaciones con Blas, pero temiendo que quedasen en chismes de viejas, se mostró amable mandándola a casa de Antonio Taivilla, que como inventor del embrollo, le correspondía deshacerlo, y de ser cierto, denunciar con nombres y apellidos, sin envenenar al pueblo con medias verdades.

Parco el servicio en casa de Diego, Mariana Guerrero se ocupaba del lavado. Lavandera profesional y mujer honrada, tenía entrada franca en las casas, recogiendo la ropa de habitación en habitación, dejando hechas las camas y los baúles en orden. Cliente María Gomar, la muerte del marido de Mariana provocó desorden en el servicio. Reanudado sin avisar, recorría la casa en busca de ropa sucia, sorprendiéndole que María no la dejase entrar en la alcoba, ordenándola que esperase fuera, pues la sacaría ella misma al regreso del corral, donde iba por dos huevos que se le habían antojado para el almuerzo.

Picada por la curiosidad, la Guerrero entreabrió la puerta de la alcoba, descubriendo a Blas Galindo en la cama. No siendo mujer que tuviese pelos en la lengua, a la vuelta de María le hizo el reproche de rigor. No estaba bien que "siendo mujer moza y estando ausente tu marido, tengas ese hombre en la cama". Mujer rápida y de recursos, María respondió lo adecuado para sellar los labios de Mariana:"¡Ven acá loca!,si lo tengo en la cama y en mi alcoba es porque anda huyendo de la justicia. Una moza le quiere meter preso, así que no digas nada". Bien visto amparar a los perseguidos por la justicia, era socialmente condenable y gravísimo pecado contar lo que pudiese ayudar a encontrar a los delincuentes. Si lo eran de verdad, se bastaban los ciudadanos del común para hacer justicia irreversible, y si los declaraban por tales unas leyes que el pueblo no admitía, el pueblo se encargaba de ampararlos.

Recogida la ropa, Mariana se encaminó a las pilas con el corazón pesado. Si María le había mentido, incumpliría el deber de informar al marido, con derecho a vengar el engaño o a cambiar de mujer. Pero si era cierto, se exponía a vulnerar leyes no escritas que todos respetaban.

Tampoco quedó tranquila la culpable, que temiendo que se fuese de la lengua, fue a visitar a la Guerrero. Ésta le contó un sueño en el que vio muerto a Diego de la Hoya y a María casada con Blas Galindo, liquidar la herencia y abrir una zapatería en la accesoria.

Sorprendida por la visión que coincidía con sus planes, María disimuló riendo. Por hacer algo, quitó a Mariana la toca de viuda diciendo:"Quiero ponérmela, a ver si hago buena viuda". Tras mirarse al espejo la devolvió y exclamó perdiendo la sonrisa:"¡Dios me libre!' Diego de la Hoya de mi alma!

(Continuará)

 


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